lunes, 6 de julio de 2020

Ganador categoría provincial edición XLIX: "Frío", Ángel Luis San Millán Torres

FRÍO 


“Estaremos encantados de contar contigo”. Esa fue la última frase completa que pudo escuchar Marcos antes de sentir cómo de su cabeza despegaba el peso de todas las preocupaciones acumuladas. Atrás dejaba tres años de rechazos y portazos en la cara. De correos sin responder y falsas esperanzas nacidas ya muertas; sus numerosos cadáveres se le acumulaban en el pecho. Al otro lado del teléfono la voz de la directora de recursos humanos sonaba alegre, con el alivio de esas voces acostumbradas a dar malas noticias que por fin respiran. Como si su vocación frustrada fuera dar alegrías y no sajazos en el sueño tranquilo de la gente. 

A sabiendas de la poca atención que en ese momento era capaz de emplear su interlocutor, la mujer le comunicó que próximamente recibiría un correo electrónico con todos los datos necesarios para su incorporación. “Mejor así”, pensó Marcos, y salió corriendo de la librería de viejo en la que se encontraba en ese momento. En ella perdía muchas de sus tardes rebuscando entre descartes ya conocidos; entre libros no tan valiosos como para cargar con ellos toda una vida. Rodeado de antiguallas se sentía entre iguales. Como en un club de fracasados con demasiadas cosas que contar, condenados a descomponerse en un rincón húmedo de la ciudad. Baratijas prescindibles arrojadas a la calle a las primeras de cambio, cuyo verdadero valor permanecía oculto bajo una capa de polvo cada vez más añeja. 

Intentó llegar a casa corriendo, pero perdió el resuello apenas alcanzó el primer paso de peatones. En su día había estado muy en forma, terminando varias carreras populares con resultados decentes. Era habitual compartir un café los lunes con sus compañeros de trabajo comparando los tiempos de las carreras de los domingos y enumerando los infortunios sucedidos en la prueba. Nunca estaban contentos; siempre había surgido algún obstáculo. Tan centrados estaban en sus entrenamientos, que la mitad de ellos no fue capaz de ver venir el muro en el que se estrellaron. Despedidos. A los pocos días Marcos dejó de correr. Al principio pensó en aprovechar las pequeñas vacaciones inesperadas para aumentar la intensidad del entrenamiento hasta encontrar un nuevo trabajo; sin embargo, la meta nunca llegaba y, en mitad de su última carrera, abandonó y se volvió a casa andando. 

A los pocos meses del despido su casero le comunicó una subida en el alquiler imposible de asumir. Siempre había pagado puntualmente y la casa estaba con mejor cara que cuando entró a vivir; no obstante, el mercado manda y en realidad el estado del inmueble le importaba más bien poco al maldito casero; si lo comparaba con el de su cuenta bancaria, siempre salía perdiendo. Marcos habló con su padre y regresó a la casa donde le criaron con la excusa de ahorrar para la entrada de un piso en propiedad. “Alquilar es tirar el dinero”, le había dicho su padre el día que la abandonó. Expuesto el motivo del regreso, no costó demasiado convencerle de su vuelta. En el fondo siempre lo había deseado. Nunca le dijo la verdad; poco importó que lo supiera desde el principio. 

Su habitación había cambiado o, más bien, desaparecido. Las estanterías, que antes habían alojado discos y libros de economía de la carrera, ahora soportaban el peso de cientos de botes de conserva, legumbres, cajas de leche y galletas. En el lugar donde había permanecido encajada durante años la cama de Marcos, su padre había colocado un arcón congelador de gran tamaño lleno hasta los topes de piezas de carne de diferentes animales. Tardaron un día entero en vaciarlo y trasladarlo a la habitación de matrimonio; en su lugar; volvieron a encajar la antigua cama del hijo pródigo.

Marcos empezó a levantarse todos los días a las siete de la mañana. Cuando vivía en su casa llevaba un horario destartalado. Carecía de motivos para levantarse de la cama y, mientras sus ahorros aguantaron, tampoco los tenía para salir a la calle. Los envases de comida a domicilio con restos pegados se acumulaban en la cocina y pronto se convirtieron en un ecosistema del que Marcos era el dios único y verdadero. Una figura redonda e inmensa que cada día proveía de todo lo necesario a la comunidad de insectos. Fabricaron ídolos con su forma y templos en su honor; aunque Marcos nunca llegó a enterarse. Un día cualquiera, su benefactor desapareció y en su lugar entraron en la cocina dos tipos con máscaras repartiendo muerte. “La culpa es nuestra. No hemos rezado lo suficiente”, gritaban mientras se retorcían de dolor. El importe de la factura le fue descontado a su dios del montante de la fianza.

Su padre dormía mientras Marcos desayunaba intentando no hacer ruido; el hombre a su edad tenía el sueño más ligero que antes. Durante más de cuarenta y cinco años se había levantado antes de las seis de la mañana y, una vez jubilado, se propuso recuperar todo el sueño perdido. Calculó que se le debían unas diecinueve mil novecientas ochenta horas de sueño y, si bien se sabía incapaz de recuperar todas, estaba decidido a cobrarse la mayor cantidad posible. Aun así, le resultaba complicado luchar contra su reloj biológico. Cualquier ruido a partir de las seis le sacaba de su letargo y Marcos se sentía demasiado en deuda con él como para ponerse a trajinar en la cocina como si no debiera nada a la persona que lo había criado y cobijado de nuevo. 

Salía de casa sin hacer ruido; sin golpes ni rozaduras. Giraba la llave metiendo el resbalón en el interior de la puerta y lo soltaba una vez encajaba en el marco. Ni siquiera llamaba al ascensor por no molestar a los vecinos que sí lo necesitaban para acudir rápido al trabajo. Bajaba resollante los ocho tramos de escaleras sobre los que se elevaba la casa de su padre y salía a la calle. Ahora solo debía dejar pasar diez horas hasta el momento de regresar a casa. Un tiempo que al principio pasaba volando, con la velocidad a la que transcurren las novedades, pero que, con el desgaste de la costumbre, se ralentizó de nuevo. Marcos tenía la impresión de ver el tiempo reptar ante sus ojos. Tan lento discurría que podía asegurar, sin atisbo de locura en su voz, haberlo incluso tocado con la yema de los dedos mientras este empujaba las cosas cuyos segundos sí tenían sentido.

La farsa duró lo que aguantaron sus fuerzas. Una mañana sonó el despertador y se rindió; sin épica, rehenes o negociaciones. Abandonó su vida como se abandonan las causas perdidas: dejando en el estómago más alivio que pesar. El primer día su padre decidió no molestarle. El segundo torció el gesto. El tercer día compró un ordenador de segunda mano y dio de alta el servicio de internet. El cuarto preparó el desayuno para ambos y despertó a Marcos al igual que hacía cuando estaba en el colegio. Entró en silencio en la habitación y subió la persiana sin miramientos. Desayunaron juntos con la boca sellada. Solo la abrían para tomar otro bocado de pan o un sorbo de café. Marcos temía escuchar reproches; su padre no necesitaba hacer preguntas. Por suerte solo se escuchaba el chirriar de los tendones de sus mandíbulas agarrotadas. “Tanto mejor así”, pensaban los dos.

Desde ese día, mientras Marcos se sentaba al ordenador en busca de trabajo, su padre recogía el desayuno. Al acabar, bajaban al mercado y hacían juntos la compra. Su padre le enseñó a elegir bien las piezas de carne; a calcular los días que aguantaría la fruta en oferta antes de echarse a perder; a leer en los ojos de los peces el momento justo en que la vida les fue arrebatada del mar. Le enseñó mil formas de exprimir sus recursos; mil maneras de seguir adelante con la gasolina justa. De momento contaban con la pensión del padre, pero ¿qué pasaría cuando esta faltase? Ninguno de los dos entonaba la cuestión en voz alta, sin embargo, ambos la escuchaban cada segundo sin necesidad de ser pronunciada. Y tan alta sonaba que el padre incluyó al hijo como autorizado en su cuenta corriente.

De vez en cuando el teléfono de Marcos sonaba con algún número desconocido dando saltos en la pantalla. Ambos celebraban las entrevistas como el hombre al agua aferrado a un madero que intuye en el horizonte el color claro de la arena de una playa. Se compró un traje decente con los raquíticos ahorros que aún conservaba su padre y se presentaba en la dirección donde era requerido como si fuera a pronunciar los votos de un enlace matrimonial. A veces llegaba una segunda llamada requiriéndole para otro cara a cara; otras, ni siquiera volvía a saber nada del entrevistador. Sin embargo, la llamada más importante, aquella en la que confirmaban su contratación y el fin de todos sus problemas actuales, nunca llegaba a producirse. 

El traje nuevo envejeció con cada rechazo. No había dinero para tintorerías y Marcos podría haber asociado cada arruga a un fracaso diferente de haber tenido buena memoria. El nudo de su corbata, encaramado a lo más alto del cuello en su primera entrevista, meses después carecía de fuerza y apenas era capaz de subir hasta el inicio de su esternón; su pelo escaso daba la impresión de estar cortado a bocados. Ni siquiera se molestaba en aparentar algo que no era. Estaba destrozado y eso mismo transmitía su presencia simple. Su padre insistía siempre en recordarle que debía cuidar su aspecto al máximo. “Lo que ven es lo que van a comprar y nadie quiere hacerse con un producto fatigado”, le decía. Sus palabras funcionaron en las primeras entrevistas; pero, en cuanto dejó de recordárselo, a Marcos se le olvidó por completo. Tenía cosas más importantes en las que pensar.

Todo parecía perdido cuando hace una semana recibió una llamada convocándole a una entrevista. Había perdido toda esperanza y acudía cuando le llamaban por pura cortesía. Sin embargo, está vez sí se arregló. Llevó el traje a la tintorería y los zapatos al zapatero. Se cortó el pelo y desempolvó las cuchillas de afeitar de su padre. Un cambio que solo él supo apreciar, pero que sería decisivo. Entró en la sala de entrevistas, charló sobre su experiencia laboral con la que iba a ser su jefa y se fue de allí con la sola idea en la cabeza de husmear un rato en la librería de viejo que quedaba cerca del lugar. Minutos después y sin esperarlo en absoluto le llamaban de nuevo para mostrarle la salida del callejón oscuro en el que se encontraba. Le iban a contratar.

Entró en casa sudando, empapado, como si llevara horas corriendo por las calles. No se había esforzado mucho más desde el acelerón inicial, pero el peso que llevaba encima le tenía agotado. Puso el pestillo de la puerta y miró por la mirilla para asegurarse de que nadie rondaba por le descansillo. Caminó hasta la habitación de su padre y abrió la puerta despacio. Llevaba sin poder entrar allí mucho tiempo. Apenas se atrevía a poner un pie delante del umbral, pero este era un día especial; ya no iba a necesitar más la ayuda de nadie. Abrió la puerta del arcón congelador y pensó, mientras observaba lloroso la figura retorcida de su padre: “Tengo trabajo, papá. Por fin podré darte un entierro digno”.

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