PREMIO AUTORES PALENTINOS
TÍTULO:
“Mercería Luna”
AUTORA: Mª
Ángeles Ruiz Ortega
Hace
varios años que Bruna regenta una pequeña mercería en la calle
Estrella. Sus padres adquirieron el establecimiento un año antes de
que ella naciera. Es un pequeño local en medio de otros pequeños y
medianos locales destinados a frutería, farmacia, cose todo y
negocios que van y vienen. Pero la mercería es la tienda más
longeva y el alma mater del barrio.
Bruna
tejió allí sus primeros sueños y casi seguro que fue la primera
niña en probarse unas medias de cristal y un sujetador antes de que
sus pechos lo reclamaran.
Desde
que se ha mudado a su nueva casa, la tienda le queda más lejos. No
obstante, la muchacha recorre el camino cuatro veces todos los días.
Esas caminatas y el Daflón le ayudan con el colesterol y las
varices, a la vez que mantienen su peso, tendente al alza, en
parámetros saludables.
Ya
no es joven, tampoco mayor, rondará los cuarenta y seis. Desde hace
unos meses sus ciclos menstruales se han vuelto irregulares y su peso
se ha visto afectado. Pero ayer el médico le ha dicho que todo está
bien y que el sentirse más cansada que de costumbre entra dentro de
lo normal.
Aunque
dejan todo limpio y ordenado la noche anterior, la muchacha siempre
llega veinte minutos antes. Levanta la persiana metálica,
acondiciona la cortina del escaparate, y da la vuelta al cartel que
anuncia la apertura del establecimiento. Después, se dirige al
probador, saca del bolso el paquete de toallitas perfumadas, y
delante del espejo se limpia el cuello, el canalillo y las axilas,
para quitarse el sudor del trayecto. Luego se da un toque de carmín,
rectifica el maquillaje desleído y se pone esa batita de rayas que
le sienta como un guante y realza lo que le queda de cintura.
Seguidamente
realiza una rápida inspección ocular, asegurándose de que todo
está en su sitio, porque siempre hay algún camisón o pijama que se
ha saltado el orden del tallaje o ha caído al suelo como si por la
noche alguien hubiera estado jugando al escondite entre ellos.
A
eso de las once, sus padres hacen acto de presencia. Vienen a echar
una mano. Las dos, si es necesario, lo que haga falta. Bruna y la
mercería son sus grandes amores. En cuanto llegan la saludan con un
abrazo, ¿qué tal hija?, ¿has pasado bien la noche? Bien, es
siempre la respuesta escueta a la consabida pregunta.
Viven
ahí mismo, enfrente. Llegan con sus respectivos bastones y siempre
con una sonrisa, porque no cuesta nada, le dicen a las parroquianas
cuando estas les reconocen el gesto. Hay que sonreír a la clientela.
Bruna ha aprendido esto muy bien. Pero a ella le cuesta un poco esto
de la sonrisa y además con esa voz tan fuerte que tiene, le parece
que la desvirtúa. No le gusta nada su voz. Es consciente de que
cuando suena, crea una distancia que ni de lejos pretende. Así que
cuando aparece la progenitora, delega los preliminares con las
clientas, y mientras su madre les da coba y se prodiga ofreciéndoles
lo que van buscando y lo que no van buscando, ella se dedica a lo
que mejor sabe hacer, revisar los albaranes, anotar las necesidades,
abrir la caja registradora, contactar con algún proveedor, cobrar el
género si la venta ha llegado a buen fin, y poner cara complaciente
cuando después de todo un despliegue de braguitas y pantys por el
mostrador, la clienta se va sin nada. Pero sonreír, lo que se dice
sonreír, así, abiertamente, gratis, no le sale.
Jacinto,
el padre, en cuanto llega, saca su silla plegable y se posiciona en
una esquina del local. Abre el periódico que trae bajo el brazo y
comenta las letras grandes, como él dice, en voz alta, hasta que
Rebeca, su señora, le pide que le alcance esas madejas violetas de
la estantería de arriba, porque Jacinto, a pesar de que ya tiene una
edad, sigue siendo un buen mozo.
En
los ratos muertos, Rebeca saca la costura y se afana con el punto o
con el ganchillo. Ahora anda liada con unos patucos para el nieto de
Luisa.
—Madre,
¿dónde has puesto las bragas de EVEN que recibimos ayer?
Bruna
es ahora la cara oficial de la mercería, pero detrás de ella está
la artillería pesada. Alrededor del mediodía, la mercería Luna
pasa a ser un lugar de encuentro. La mayoría de las clientas son
conocidas, vecinas del barrio de toda la vida. Compran o no compran,
pero el rato de charla está asegurado. Intercambian sabiduría sobre
la conveniencia o no de menguar cuatro puntos en la sisa del chaleco
o cómo coser ese remate de puntilla en la sábana sin que se noten
las puntadas por el lado derecho. Alguna comenta que qué sexy es el
sostén que se llevó la semana pasada o que los calcetines aquellos
que cogió para su marido parece que le aprietan un poco. Después la
conversación toma cualquier derrotero; se habla del tiempo, de lo
poco prácticos que son esos contenedores grises que acaban de
instalar, del escaso acierto del alcalde…, y sin otro particular se
despiden, convencidas de haber arreglado el mundo.
—Cuidaros
—se dicen unas a otras.
—Si
mañana puedo me paso un rato. Hasta mañana.
—Yo
vuelvo a la tarde a ver si ya os ha llegado esa combinación para mi
madre.
—Ayer
cerrasteis tarde —comenta una de ellas desde el umbral de la
puerta—. Se habrán entretenido limpiando, le dije a mi hija.
Serían las diez más o menos.
—No
sé —dice Rebeca mirando a su marido.
Este
se encoge de hombros.
—No
sé —repite.
Cuando
termina la jornada de la tarde donde el alargue se ha convertido en
costumbre, Bruna se pone a barrer. No sabe qué pasa pero siempre hay
algún alfiler por el suelo. Le irritan los alfileres y las agujas
campando a su aire. Entretanto, su madre dobla las piezas
desperdigadas por el expositor y va colocándolas cuidadosamente en
las cajas correspondientes. Jacinto abre la escalera y se alza hasta
el segundo peldaño para ajustar bien las cajas que sobresalen.
—Padre,
no olvide apagar la luz de la trastienda. A lo mejor ayer se nos
quedó encendida.
—Seguramente
—asiente el hombre—. ¡Vaya! alguien se ha dejado el paraguas
dentro.
—Pues
llueve un poco —dice Rebeca—. Quédate hoy en casa, hija. Si has
dicho que Juan trabaja toda la semana de noche.
—No,
mejor me voy. Cogeré el autobús.
—Como
quieras, pero para estar sola, mejor te quedabas con nosotros.
—Que
no mamá, no insistas. Id marchando. Yo voy a terminar de hacer la
caja y de archivar unos recibos.
—Pero
no te retrases, hija. Mira que podías…
—Mamá,
por favor, no insistas.
A
Rebeca y a Jacinto no les gusta su yerno.
—Te
deja demasiado tiempo sola. Con ese trabajo suyo, que no se sabe muy
bien en qué consiste - comenta con disgusto la mujer.
Bruna
siempre desvía la conversación cuando se encamina por estos
derroteros. Argumenta que necesitan el dinero para pagar la hipoteca
y que los turnos de noche están mejor remunerados.
—Una
retahíla de historias, que parecen los cuentos de Calleja, que no se
los cree ni ella —le dice Rebeca a su marido cuando llegan a casa—.
Y por no darle, no le ha dado ni descendencia. Y no lo han mirado. No
lo han mirado porque a él le ha dado igual o porque algo tiene que
esconder. Porque nuestra niña está sana como una manzana reineta. Y
los años van pasando. Bruna ya no es una jovenzuela. Trabajando toda
la vida y a saber quién se quedará con la mercería.
—Pues
quien menos lo merezca —apoya Jacinto.
—A
lo mejor todavía está a tiempo —dice la mujer—. Como Sara.
—¿Sara?,
¿qué Sara?
—Ay
hijo, cómo se nota que vas poco a misa. La mujer de Abraham, que
concibió siendo muy mayor. Está en la biblia.
Jacinto
asiente sin convicción.
Cuando
se queda sola, la muchacha se asoma a la noche y ambas se recorren
con la mirada. La calle, silenciosa y vacía, se torna sugerente.
Siente
el aire húmedo en la cara. El relente la hace estremecer.
Vuelve
dentro, apaga las luces del interior y deja únicamente una luz
testigo situada bajo la vitrina. Se dirige a la trastienda y repite
el protocolo de la mañana pero ahora sin prisa, recreándose en los
detalles. Un toque de carmín en los labios, pero algo más fuerte.
Unas gotas de perfume en el escote, en las muñecas, en los lóbulos
de las orejas. Y un poco de colorete. La jornada ha hecho mella y se
ve un poco descolorida.
Se
desprende de la bata como de una segunda piel y la cuelga en el
perchero.
Ahueca
con los dedos su media melena rizada y se contonea ante el espejo.
Habría que cambiarlo, es un poco pequeño y regala una imagen poco
favorecedora. Alguna clienta ya lo ha dejado caer. Pero hoy el vidrio
está generoso y le devuelve unos pechos firmes y unas caderas
desafiantes.
Ha
conseguido durante toda la tarde, camuflar bajo la bata un arriesgado
vestido. La ocasión lo merece. Abre unos cajones y revuelve entre
las carpetas de la contabilidad hasta encontrar unas cajas de
lencería fina cuya existencia solo ella conoce. Negro, el poder, la
seguridad; blanco, la inocencia; rojo, el fuego, la sangre, la
pasión. Las esparce por el mostrador y se recrea en las emociones
que le produce el contacto. Bruna sabe mucho del poder de los colores
y las texturas, pero se cuida de evidenciar estos conocimientos ante
la clientela del barrio.
¿
Le gustará a Róber? ¡Qué pregunta más tonta! —se dice—. A
Róber le gusta todo de ella. Apenas entra por la puerta se la come
entera. La mujer repasa sus curvas, recompone el vestido que,
rebelde, insiste en elevarse un poco en la parte delantera. La vida
rompiendo moldes. Se mira y se disfruta. ¿Cómo le dirá…? ¿En
qué momento? Hoy no ha traído champagne, ni copas. Hoy un par de
vasos y dos botellines de zumo. El zumo le ha parecido apropiado.
Róber la tiene muy aprendida. Se la sabe de memoria. No tendrá que
contarle, ni explicarle. Róber la abrazará y ni siquiera tendrá
que hablar. Mejor. Porque cómo decirle algo tan dulce con esa voz
suya capaz de llenar de gravedad una melodía tan entrañable.
Le
llega el rugido acelerado del motor al fondo de la calle. El aliento
de la Yamaha se cuela por debajo de la puerta. La luz azul
reflectante del cabezal telescópico relumbra entre las cortinas
traslúcidas del escaparate y penetra iridiscente entre las lamas de
la persiana.
Bruna
se acerca cautelosamente, pega la nariz al cristal y el frío se
cobija inmediatamente en el calor del cuerpo en ebullición. La
noche, la clandestinidad, el amor embozado.
Las
moléculas de la felicidad se activan. Los niveles de dopamina y
serotonina se disparan.
Cuando
la luz trasera deja de girar y el ruido del motor se convierte en
ronroneo, abre
con
cuidado la puerta. Aún, así, el clic provoca un respingo en la
noche. Escucha el sonido pegajoso de las botas sobre el suelo mojado.
Los pasos acelerados, ligeros. El plas plas, rítmico, se confunde
con los latidos del corazón que galopa con brío.
Una
silueta fornida aparece en el umbral. No puede identificar sus
rasgos, pero en cuanto la abraza, reconoce de inmediato el calor de
su cuerpo, el olor inconfundible. El hombre descarga sobre ella una
ráfaga de besos. La empuja hacia el interior. Sin apartarla del
todo, deja el casco sobre la lencería. Y la pipa. Abraza de nuevo a
la mujer y la trae hacia sí con firmeza, con todo el empuje de los
cuerpos y fuerzas de seguridad del estado. Bruna se siente a punto de
delinquir. Culpable, presa, absuelta, rescatada. Liberada en brazos
de la benemérita.
Del
otro lado de la calle, en la ventana más grande del cuarto piso, dos
figuras se cuelan en la escena.
—Parece
que ha llegado Abraham.
—Dios
le bendiga.
—Eso.