domingo, 19 de junio de 2022

Primer premio del LI Concurso Internacional de Cuentos de Guardo

 

LA RECADERA DE LORCA

Primer Premio

Autor: Juan de Molina


Me llamo Martina, aunque los que me conocen me llaman Regadera. Lo que más me gusta es leer y escribir. Voy a la escuela de adultos y aspiro a ingresar algún día en la universidad. La vocación me viene de Federico. Era tan sensible y escribía tan bien. Luego pasó lo que pasó. Le tenían mucha envidia.

Siendo muy niña, yo entraba a su casa a llevarle la ropa planchada, y me quedaba mirando todas las cosas que él hacía de esa manera tan delicada y alegre.

Un día, mientras dibujaba en un cuaderno de rayas sus dibujos tan especiales, se quedó en suspenso. Luego me miró muy quedo y me dijo:

-¿Quieres ir, linda Martina, a comprarme una goma de borrar al colmado de la Lirio?

Él hablaba así de bien, como en las radionovelas. Yo salí a la calle muy contenta de poder serle útil. Cuando volví con la goma, él volvió a mirarme muy fijo. Se besó lentamente la yema de su dedo índice y luego lo acercó hasta mis labios. Yo sentí un cosquilleo. Él me dijo sonriendo:

-Desde hoy serás mi recadera.

-¿Qué es una regadera, Federico? –dije yo.

Federico comenzó a reírse como nunca lo había visto.

-Ay, Martina, qué divertida eres.

Yo me encogí de hombros. No sabía que fuese divertida. De hecho, en mi casa pasaba por sosa.

-Esta niña –decía mi padre de vez en vez-, siempre callada, rumiando como una vaca.

De repente, la risa de Federico se fue como había llegado, sin avisar. Su rostro se volvió serio. Se levantó de la silla y me apuntó con el índice donde un momento antes se había posado la mariposa de sus labios, y que ahora parecía un cuchillo.

-Híncate de rodillas –dijo, muy solemne, aunque el brillo de su mirada desmentía la severidad de su voz.

Yo lo obedecí. Él cogió una regla de la mesa y, moviéndola alternativamente de un hombro al otro, continuó:

-Yo te nombro Regadera, caballero principal de la Real Orden de Mensajería de la Vega de Granada.

- Pero, Federico –repliqué yo, contraviniendo los consejos de mi madre, que siempre me decía que no replicara al señorito, ya que mi padre trabajaba en las tierras de su progenitor-, los caballeros son hombres.

-¿Osas replicarme, Regadera, acaso no sabes que nadie se conoce a sí mismo, o es que tú sabes quién eres? Levántate y anda –dijo, y yo le obedecí al instante y me puse a dar vueltas de un lado a otro de la habitación. Federico se desternillaba de la risa.

-Pero qué graciosa eres, Regadera –me decía entre carcajadas.

Muchos años después, cuando ya vivía subyugada por el gratificante placer de la lectura, la historia bíblica del Lázaro redivivo y de los caballeros del rey Arturo me hicieron comprender cuan de ilustrado era Federico, y eso hizo que mi admiración por él se acrecentara.

Por aquel entonces, yo vivía en una nube. Siempre encontraba ocasión para escaparme a casa de los señores, aunque no tuviese ropa planchada que llevar, y allí encontraba a Federico inventando historias para sus teatrillos. Y él siempre encontraba ocasión para hacerme algún encargo: un cuaderno, un tintero, una barra de regaliz.

Un día me propuso participar en una de sus obras.

-¿Quieres ser mariposa, libélula o sargento de la Guardia Civil? –dijo.

-Sargento de la Guardia Civil –contesté yo, sin dudarlo.

-Ay, Regadera, ¿qué amargo secreto anida en tu corazón?

Su mano se había posado en mi cabeza y me zarandeó el pelo. Y yo sentí una tibieza desconocida, un dulce estremecimiento. Como no sabía qué quería decirme con sus palabras, sólo atiné a decirle que no sabía leer.

-No te preocupes –me dijo-, sólo tendrás que decir: “Alto ahí.” Aunque, eso sí, tienes que decirlo con voz muy seria, como si estuvieses enfadada. Ah, y procura que te salga voz de hombre.

El día de la función, me vistieron con unas ropas que parecían un uniforme y me colocaron un gorro de papel. Me recogieron las trenzas en el colodrillo y me pintaron un enorme bigote con betún. Yo estaba muy nerviosa, porque en el salón estaba don Federico y doña Vicenta, la señorita Conchita y el señorito Paquito y todos los invitados de esa jornada. Mis padres no pudieron acudir, debido a sus ocupaciones, pues, aunque era domingo, mi padre estaba en la remolacha y mi madre atendiendo la plancha.

Recuerdo que todo salió como Federico quería. Él era muy talentoso, y habíamos ensayado con mucha dedicación. Cuando me tocó salir a escena, levanté una mano, saqué la voz del estómago y dije con gravedad: “Alto ahí.” Debí hacerlo muy bien, pues todos se reían de lo lindo. Cuando lo conté en casa, mis hermanos escucharon mi historia con la boca abierta de admiración, pero mis padres no se inmutaron. Mi padre movió la cabeza de un lado a otro y no dijo nada. Mi madre se limitó a decirme que avivara el hornillo para preparar la cena.


Le debo mucho a Federico. Tuvo mucha paciencia conmigo. Por alguna razón, yo le caía bien, y él se propuso enseñarme a leer. Era muy divertido. De él aprendí la palabra cristobita y cachiporra, mariposa y cascabel, y tantas otras.

Me regaló un cuaderno de rayas y pastas azules, un cuaderno que me mandó a comprar en el colmado de la Lirio. Un cuaderno que, aún hoy, a la vuelta de los siglos, conservo como una preciada reliquia. En él escribió una primera palabra. La recuerdo muy bien. Era la palabra amor.

-Ahora, escríbela tú –dijo.

-Pero, yo no sé escribir –dije.

-¿Sabes dibujar? –dijo él.

-Dibujar, sí.

-Pues, entonces, dibújala.

Era un método sencillo. De ese modo, junto a su letra menuda y pareja, yo iba dibujando mis grafías enormes e irregulares. Pero él era muy paciente y me alentaba mucho. Unas veces me aplaudía y otras me posaba su mano en el hombro y ejercía una ligera presión, y yo volvía a sentir ese grato estremecimiento que me nacía en el estómago y se desparramaba hacia las extremidades como un arroyo crecido. Muchos años después, cuando yo ya leía todo lo que caía en mis manos y una vez leí: “De los álamos vengo, madre, de ver cómo los mueve el viento”, me imaginaba el suave temblor de las frondas de los árboles de la ribera y lo comparaba al placentero cimbrear que notaba en mi cuerpo cuando Federico lo tocaba con sus manos prodigiosas.

Por alguna razón, después de que hiciera el papel de sargento de la Guardia Civil, sentía que me gustaba vestirme con los pantalones de mis hermanos. Y, aunque mi madre me invitaba a que me los quitase, argumentando que esa era ropa de niño, mi padre, más drástico, o más bruto, se limitaba a gritarme y, en el peor de los casos, si yo osaba replicarle desde mi inocencia, el rigor de su argumentación en forma de bofetada me fue convenciendo de que había dos realidades: la que estaba empezando a descubrir en mi interior y la que corría paralela fuera de mí. La primera, confusa y angustiosa, y, la segunda, firme y compacta como una roca y desprovista de cualquier forma de empatía o comprensión.


Con el tiempo, Federico se había hecho mayor, y su padre lo mandó a Madrid a estudiar. Así que yo dejé de entrar en su casa, si no era para llevar la ropa planchada. Me había quedado sin papeles que representar y sin recados que atender. Pero me quedaba su cuaderno, que yo abría al azar, cada día, y donde encontraba palabras como luna y gitano, hierbabuena y lagarto, arcángel y fragua, aceituna y alforja, recadera y mariposa.

Recuerdo que, después de un sinfín de palabras hermosas, que volaban a su albedrío como alondras sin amo, comenzamos a juntarlas.

-¿Qué sería de nosotros si viviésemos solos en el mundo? ¿No te parece muy triste? ¿Te imaginas a Adán sin Eva en el Paraíso, o a Eva sin Adán? No sería un paraíso, ni siquiera un vergel, sino, más bien, un erial cuajado de punzantes cardos, un páramo yermo de angustia y desolación. Las palabras, como las personas, cuando se juntan, descubren un universo lleno de posibilidades -me dijo en una ocasión, con esas mismas o muy parecidas palabras.

Y, aunque yo no lograba entender el significado de lo que me decía, sí recuerdo nítidamente sus dos primeras frases, sin necesidad de acudir al cuaderno para refrescar mi memoria. Esas dos frases que, hoy, después del tiempo transcurrido, cobran tanto sentido para mí. “Yo amo.” “Tú amas.” Siguieron muchas más, claro, y cada vez más complejas, pero esas dos primeras frases eran toda una declaración de intenciones, aunque eso lo supe mucho después, cuando él ya no estaba físicamente en este mundo, y, sin embargo, y a pesar de los que quisieron silenciarle con tanta crueldad y alevosía, ay, seguía estando tan presente y vivo a través del legado de su hermosísima obra.


Me gusta escribir, ya lo he dicho al principio. Y aún más me gusta leer. Y todo se lo debo a Federico. Él me inoculó el veneno del amor por las letras. Cuando abro el cuaderno azul y veo sus páginas, que el tiempo ha vuelto amarillas, siento que le debo todo cuanto soy, si es que soy algo. Yo también, como él, me vine un día a Madrid. Necesitaba encontrarme a mí mismo, saber quién era en realidad. Y, aunque corren tiempos convulsos, se percibe en el aire una cierta apertura. La democracia ha venido, y nadie sabe cómo ha sido, me digo para mis adentros y me sonrío. Sí, la democracia ha llegado para quedarse, a pesar de Tejero y de los que piensan como él.

Después de transcurridos unos años del intento del Golpe de Estado, el aire de la libertad recorre las calles y se cuela en las casas y en los corazones como un bálsamo. Como lo demuestra la reciente publicación de la obra póstuma de Federico, de los versos del amor que no dice su nombre.

Yo, por mi parte, a pesar de mis años, aún sigo albergando dudas, y no sé si algún día daré el gran paso. Mientras tanto, la continua relectura de mi cuaderno de páginas amarillas y el hombre angustiado que adivino en los Sonetos del amor oscuro, me ayudan a seguir erguido, aunque tembloroso, como los álamos de las riberas, como los enhiestos chopos de mi Vega amada, como los árboles altos de mi Vega, nunca del todo perdida.


Premio provincial del LI Concurso Internacional de Cuentos de Guardo

 

Pecados capitales

Premio Provincial

Autora: Natalia Calle Faulín



El olor a hierba recién cortada impregnaba la tarde, y el sutil y volátil aroma que los tallos desprendían en su agonía final animaba el vuelo de la pareja de cigüeñas anidada en el campanario en busca de algún topillo retozante despreocupado, de alguna culebra -en la mejor de las suertes-, a la que un dalle hubiera asestado golpe fatal. El sol apaciguaba por fin el descomunal fuego con el que había azotado al día, pero, aletargada la brisa, su ocaso anunciaba otra noche sofocante; no más que una leve tregua hasta que en la nueva mañana el astro volviera a reinar en lo más alto del cielo y descargara implacable su justicia de pleno verano. El joven, cual mitológico Caronte, enfilaba brioso el descenso por la vereda que zigzagueaba junto al arroyo de aguas frescas y cristalinas en el que acababa de empapar su nuca en busca de refrigerio tras una jornada maratoniana. Rastrillo al hombro, torso descubierto y gotas de sudor resbalando alegres, pícaras, desde su brillante mata de pelo negro hacia las sienes, alcanzando sus patillas, tomando su cuello…, recorriendo cada centímetro de su portentoso y escultural cuerpo, bebiendo de cada poro de su piel, hasta la extenuación final.

Levantó el brazo en señal de saludo a Jacinto, que apuraba los últimos rayos para acabar de voltear alfalfa en la era de la Raposilla y que, aferrándose al soplo que propiciaba aquel encuentro puntual, descansó la herramienta para responder con gesto idéntico antes de lanzarle su característica muletilla “¡Con Dios!”. (Como si intuyera que Dios estaba llamado a mediar aquella noche). El curtido campesino se lo quedó mirando, acompañando sus pasos hasta que desapareció por completo de su campo de visión, absolutamente ensimismado. Más aún, envilecido: por su juventud; por su tersos pectorales; por sus moldeados abdominales y respingones glúteos, cual esculpidos por un artista a golpe de cincel o por el propio Pierre Subleyras a trazos sublimes; por los negros y abundantes mechones que coronaban aquel rostro jodidamente bello hasta para un paisano que ni siquiera en sus tiempos mozos había oído hablar de pómulos, hoyuelo, ojos rasgados, mirada profunda, sonrisa cautivadora, labios carnosos o pelazo deslumbrante, hasta que aquel joven ocupó la casa de los buenos de Antonino y Amparo y su sola presencia se coló en todas y cada una de las cocinas del pueblo, en los corrillos a la salida de la misa, en el vermú en la cantina antes de comer, en la partida de cartas los domingos por la tarde…

Raúl Rialto Ruilobas, (¡hasta su nombre sonaba a música!), intuía -más bien sabía con total certeza-, de aquella admiración entre visillos y, aunque incluso desconocía la palabra egolatría, sí se sentía seguro de sí mismo y manejaba y jugaba aquellas buenas cartas que la naturaleza y los genes le habían conferido con sutil maestría. Lo hacía desde el mismo momento de su llegada, desde que, empujado por un anhelo de campo -probablemente de herencia congénita y que había efervescido de manera tan inesperada como imparable tras un puñado de experiencias laborales en la construcción y en la industria fabril-, se instaló en la casona abandonada desde hacía más de una década de sus abuelos, dispuesto a devolver a la vida las tierras familiares y a entregarse a ellas.

Pero lo que no sabía aquel pesado atardecer de julio mientras encaminaba sus pasos hacia el número 7 de la Calle El Calero es que, ya en la espesura de la noche, en aquella casa le encontraría la muerte.

En el letargo del sol, la dama de negro, con su guadaña al hombro, su cadavérica mirada y su alma desnuda iniciaba su camino firme, altiva, impasible hacia la casa de los Rialto, dispuesta a congelar aquella sofocante noche de verano. Y no lo hacía sola...

Bien pudiera ser que urdiera su visita con el propio Jacinto, a quien corrompía la ira desde que su mujer le contara semanas atrás que su Lucía, la niña de sus ojos, bebía los vientos por el nieto de Antonino. Y eso, que aún no sabía el noble paisano, que la menor de su prole, a la que pese a sus 17 años aún seguía viendo como su “pequeña e inocente palomita”, ya se había entregado al chaval en la era de Los Lobos un par de domingos -los dos últimos, concretamente-, después, precisamente, de haberse mostrado extrañamente inapetente a la par que nerviosa en la cena, y haber aludido a la necesidad de salir a dar un paseo con la Susi para tomar el fresco antes de acostare, -casta excusa sobre la que Jacinto y señora no levantaron sospecha y ante la que, por supuesto, no pusieron reparo alguno-.

A lo mejor la muerte caminaba de la mano de Manuel, quien, una tarde entresemana, hacía poco más de diez días, descubrió en su viejo almacén a su sobrina -la tal Susana, por cierto-, jugueteando entre sacos de harina con Raúl; los dos medio coritos, embadurnada de harina ella, sudoroso él, salpicado de motas blancas su cabello negro azabache; completamente entregados a caricias, arrumacos, lametones y embestidas que el panadero del pueblo observó ensimismado agazapado tras una tolva, más sudoroso aún que la joven pareja, ardiendo en deseos de replicar aquellas escenas con su Rosario, pero sabedor de que ella jamás accedería a unos juegos que desde aquel día no pudo borrar de su lujuriosa mente.

Quizá la dama de negro marchaba aquella noche al lado de la cándida Bárbara, que devoraba magdalenas, pastas, bizcochos y todo tipo de dulces de alta concentración calórica que cayera en sus manos, a la misma velocidad que libros. Su recatada inocencia había saltado por los aires el mismo día en el que vio por primera vez al nieto de la señora Amparo. Él intentaba esquivar sus puritanos coqueteos con encantadora sutileza, de tal modo que, en cada uno de sus encuentros, la lanzaba piropos entre lo burlón y lo pícaro sin malicia, aunque sabedor a conciencia de que aquellas palabras envueltas en una seductora sonrisa valían para mantener a la bibliotecaria de redondos y sonrosados mofletes cual pajarillo comiendo de la palma de su mano. Cada uno de aquellos encontronazos, -siempre propiciados por ella, pues no era el chaval de mucha lectura-, empujaba un poco más a Bárbara hacia el abismo de la locura y despertaban en su fuero interno un creciente instinto de posesión que sólo podía aplacar comiendo, devorando durante horas, hasta que la gula dejaba paso a un voraz sentimiento de culpa que la llevaba a encerrarse en sí misma, a huir de todo y de todos, hasta que regresaba el anhelo de planificar un nuevo encuentro con Raúl.

Podría ser que la sombra que aquella noche acompañaba a la de la mismísima muerte fuera la de Segismundo. Vecino del número 5 de la calle El Calero desde que su madre lo alumbrara en medio de una fuerte hemorragia que, si bien no acabó de llevarla al otro mundo de forma precipitada, sí la dejó una fuerte debilidad de por vida, Segismundo siempre tuvo un vínculo enfermizo con el hogar paterno y con el que Antonino y Amparo remodelaron sin privaciones unos pasos más arriba siendo él bien chico, hasta el punto de que consideraba las dos construcciones de la calle alta como un todo y a sus vecinos, de cuyo trato cordial y afecto gustaba de presumir, como una misma familia. Pero desde que la defunción de Amparo dejara la casa vacía, le había sobrevenido una todavía mayor admiración y deseo de posesión por la hacienda vecina. Incluso se había atrevido a ofrecerse depositario de una llave por si se daba algún imprevisto casero, y también para realizar, sin que le supusiera molestia alguna según se había encargado de recalcar, el mantenimiento del formidable patio y huerto trasero de la casona. Tan feliz de hacerlo estaba, que incluso había descuidado un tanto el suyo -a decir verdad, tan amplio y tan agradecido como el colindante-, en detrimento del de Antonio y Amparo, al que un poso adormecido de avaricia le había llevado a codiciar como propio. Pero la llegada de Raúl había alterado sustancialmente su cotidianeidad y ahora se veía relegado de nuevo a mirar aquel patio y a aquel huerto de los Rialto desde la distancia, sabiéndolos ajenos y en manos de un “botarate, de un zascandil, de alguien que no sabía, ni de lejos, apreciarlos ni cuidarlos como él”.

A decir verdad, a nadie le hubiera extrañado tampoco que la mala muerte se encaminara hacia la casa de los Rialto en buena armonía, con Jesús Gómez Matas. Joven, bien parecido, arrogante e “el hijo del alcalde”, como él mismo apostillaba siempre alto y claro. Vanidoso y ególatra hasta la médula, gustaba situarse frente al espejo, día sí día también, y vanagloriarse de que las mozas del pueblo y alrededores bebieran los vientos por él y de que su persona representara el paradigma del éxito que cualquier hombre deseara: buena posición social, atractivo físico, unos estudios que iban avanzando -aunque fuera a golpe de talonario por ser vos quien sois-, y capaz de captar la atención del mismísimo Dios con apenas un chasquido de dedos. Pero desde la llegada de Raúl su seguridad se tambaleaba a ojos de todos y cada vez que sus pasos se cruzaban con los del nieto de Antonino sentía un retortijón que hasta le impedía respirar. Porque Rialto le había usurpado el inigualable placer de sentirse el ser más admirado de la tierra, y aquella era para él una puñalada por la espalda que traspasaba todo su ser hasta llegar a lo más hondo de su soberbia.

A lo mejor era que la dama de negro avanzaba delante de Arturo, quien ni siquiera sería capaz de llegar a tiempo a una cita así. Hijo del tío Teo, despreciaba con profusión a Raúl años ha y, desde que acertaba a recordar, sólo sentía antipatía por aquel chaval que era “tan trabajador”, que “le ponía tantas ganas a todo”, que “lo hacía todo tan bien”… “¡Que era el espejo en el que debía mirarse para dejar de ser tan holgazán!”, tal y como le repetía machaconamente su padre casi a diario. Desde que su primo, el gran Raúl, volviera al pueblo, la animadversión de Arturo hacia él no había hecho sino crecer, sin duda alimentada por las palabras de admiración que su padre regalaba al sobrino recuperado y los desprecios que le prodigaba a él por “pasarse el día tirado en el sofá”, por “no mover un dedo más allá de lo estrictamente necesario”, por “ser un cero a la izquierda”, por “ser un perezoso redomado a quien se la traía al pairo no tener oficio ni beneficio pese a haber superado los treinta”.

Pudiera ser que la muerte bailara aquella noche al paso de cualquiera de ellos, de quienes, sin duda, en algún momento habían interiorizado razones para acabar con Raúl Rialto Ruilobas. Amaban y odiaban, admiraban y despreciaban a la par, a aquel joven que, con su sola irrupción, había alterado sus vidas, los había convertido en los pecadores que nunca habían creído ser, había despertado en ellos un instinto que jamás creyeron tener. Y allí estaban, en la espesura de aquella cargada noche de julio, como posibles acompañantes de la impía. Sin embargo, la Parca Morta había dejado a aquellos cinco hombres y a la inocente bibliotecaria en la tranquilidad de sus sueños y se apoyaba en los brazos de otro compañero de baile.

Con la complicidad de la oscuridad, el asesino de Raúl Rialto Ruilobas siseó cual astuto zorro entre esquinas hasta encontrar la tapia del huerto trasero del número 7 de la Calle El Calero, sorteó el muro, forzó con escrupuloso sigilo la puerta de la cuadra, que, como buen conocedor de aquella vivienda, sabía comunicaba con el cuarto que hacía las veces de despensa, y, como si todos los santos se hubieran aliado en su trama, emboscó al portentoso joven en el sofá, a pecho descubierto y profundamente dormido entre tiros de una película del oeste que la televisión encendida escupía vaticinadores.

Apenas diez minutos después, despojado ya de la compañía de la muerte, el profanador del quinto mandamiento deshacía el camino andado. Portaba, en la mano derecha, la estola del delito; en la izquierda, un hatillo hecho con delicadeza con el purificador de hilo blanco impoluto que años atrás habían regalado los buenos de Antonino y Amparo a la Parroquia del Santo Cristo del Perdón; dentro, frondosos mechones de pelo negro azabache hurtados de la brillante y vigorosa mata de Raúl a envidiosos trasquilones.

En la pesadez de aquella sofocante noche de julio en la que la práctica totalidad de las ventanas de las diseminadas casas permanecían abiertas, nadie oyó nada; nadie escuchó pasos furtivos o ladridos perturbadores al asomar al quicio de la puerta o al acodarse en la repisa de la ventana a la caza de algún reconfortante soplo de aire. Nadie apreció más sombras que la de la difusa figura, con su cabeza monda resplandeciente bajo la luz de las velas al otro lado de la cristalera principal de la casa parroquial, de Don Francisco, que, a decir de sus parroquianos, era un gran santo y que, con la mano sobre la Biblia, juró haber pasado aquella pesada noche en la que se produjo el desgraciado asesinato de Raúl -de aquel “admirado joven con toda la vida por delante y al que todos profesaban gran cariño”, como diría durante el sepelio-, rezando. El calor de aquella noche, como si del mismísimo infierno se tratara, dijo Don Francisco, no le había permitido conciliar el sueño, y ya, se sabe, “cuando la mente no descansa, el alma reposo no halla”. Así que él, no había encontrado mejor menester que el de entregarse a la oración: “por todos los pecadores, por las almas de esos hombres y mujeres que siempre, imperturbablemente, por más que oigan la palabra de Dios, no la escuchan, y se dejan poseer por la ira; permiten que la lujuria penetre en sus mentes y nuble su sentido; caen en las fauces de la gula; nunca se conforman y codician los bienes materiales del prójimo; siempre creen estar por encima de los demás; holgazanean menospreciando en cada inhalación el gran regalo de la vida, y, lo que es peor, envidian a su vecino. ¡Y no sea por su bondad, su espíritu de lucha y capacidad de esfuerzo, o por irradiar a su paso la luz que, cual don, les confirió nuestro Señor!, sino por algo tan banal como su brillante mata de pelo negro”.



sábado, 4 de junio de 2022

ACTA DEL 51º CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTOS DE GUARDO – 2022


Reunido el jurado calificador del Concurso Internacional de Cuentos de Guardo el viernes, 3 de junio de 2022, una vez leídos los diez cuentos que han llegado a la fase final:

  • La recadera de Lorca
  • La mirada erguida
  • Una botella a mano
  • Para salvarte
  • Calcomanías
  • El vuelco
  • El escultor de golondrinas
  • Negación de las sombras
  • Pecados capitales
  • El armario con luna

 se procede a una serie de votaciones sucesivas y eliminatorias para otorgar el PRIMER PREMIO dotado con 1.500 €, donados por la Diputación de Palencia, y trofeo conmemorativo “El Minero”, al relato titulado “La recadera de Lorca”, que abierta su plica resultó ser su autor: Juan de Molina, residente en Ubrique (Cádiz)                                                                                                    

    En segundo lugar quedó clasificado el cuento titulado “Negación de las sombras”.                                                                                                                                                                       Para este Primer Premio se han presentado 257 relatos, de los cuales 4 proceden de Bélgica, Chile, Guatemala y USA.

Para el PREMIO PROVINCIAL, reservado a autores palentinos, se han presentado 20 cuentos, siendo finalistas:

  • Un trabajo sencillo
  • Espejos
  • Santiago y Juan
  • Cementery Blues
  • Una especie de tristeza
  • Pecados capitales

Por el mismo sistema se proclamó ganadora de este premio la narración titulada “Pecados capitales”que abierta la plica correspondiente resultó ser su autora: Natalia Calle Faulín,  residente en Boecillo (Valladolid) y natural de Palencia.

Este premio está dotado con 500 €, donados por la empresa DEPORCYL, más trofeo conmemorativo “El Minero”.

            En segundo lugar se clasificó el cuento titulado “Un trabajo sencillo”. 

El jurado calificador estuvo formado por: Jaime García Reyero, Presidente del Grupo Literario Guardense, José Luis Tejerina de la Fuente, Catedrático de Lengua y Literatura;   y los miembros del Grupo Literario GuardenseJulia Estrada Serrano, Fefa González Arias, Carlos Cardillo Lorenzo, Elena Fernández DecimavillaJuan Carlos de la Fuente González, Nemesio Martínez Alonso, Almudena Bustamante Aníbarro y Mariano Blanco Antolín que actuó como secretario.

           Guardo, 3 de junio de 2022