domingo, 16 de enero de 2022

Cuento Ganador en la categoría provincial del 50 Concurso Internacional de Cuentos de Guardo

 A dos metros 

A ellas,  las silenciadas a las que otras debemos prestar voz

Autora: Natalia Calle Faulín


María. Tiene que llamarse María. Le pega. Lo cierto es que siempre me ha parecido que María es un nombre que a todas las mujeres, como que les “cae bien” que diría mi difunto padre. Pero a ella especialmente. Quizá sea porque me recuerda a aquella María Auxiliadora que había en la iglesia de los Salesianos y que, cuando era niño y la misa dominical formaba parte de mis tareas semanales de obligado cumplimiento, me atrapaba en hipnótico abrazo durante el sermón de Don Serapio. Me evoca aquella imagen inmaculada: por su tez, que a los dos metros de distancia que separan nuestros asientos y con la luz intensa de las poco más de las dos de la tarde, se me antoja tersa, suave, delicada; también por la dulzura que he atisbado en su mirada en las contadas ocasiones en las no lleva gafas de sol y me he atrevido a viajar hasta sus ojos durante los ocho exactos pasos que da hasta la cuarta butaca individual de la derecha, la de siempre desde hace ¿cuánto?, ¿uno, dos, tres años? No sé, no recuerdo haber reparado en su presencia sino hasta que logré superar aquel deambular ingrávido dentro de mi propio cuerpo que Carmen me dejó un frío marzo tras echarse a los brazos de un tísico compañero de trabajo. Sí, a priori, no era su tipo, pero…, es innegable, acabó siendo la persona con la que compartía la mitad de su día a día y, por lo visto, muchas más cosas que conmigo. Y de eso hace ya 27 meses. Pues al menos 23 son los que llevamos ella -María tiene que llamarse, seguro-, y yo coincidiendo en la Línea 7, a las 14 horas y 17 minutos de cada día, de lunes a viernes.

Cuando doy las buenas tardes al conductor y acerco mi bonobús al lector, él parece completamente abstraído en el tráfico que circula en uno y otro sentido al otro lado del cristal, pero de un tiempo a esta parte he notado que, tras el clic con el que el aparato da vía libre a mi viaje, gira levemente la cabeza y clava disimuladamente sus ojos en mí. Siento cada día que su mirada sigue mis pasos hasta que ocupo mi asiento. ¿Por qué? ¿Por qué hace eso? ¿Por qué me mira? Me pone muy nerviosa. Me agita por dentro para el resto de la jornada. Y seguro que Juan lo nota cuando llegue a casa (lo nota o se lo imagina, que lo mismo da). ¡Ay, Dios! Si se da cuenta… Para colmo de mi culpa, es que ¡será con razón!; porque no, antes no, pero de un tiempo a esta parte (no sabría decir desde cuándo, a lo mejor, precisamente, desde que sé que a Juan la enfermedad le come por dentro y que pronto, en sólo unos meses, quizá unas semanas, quedaré liberada de sus cadenas para siempre), siento la imperiosa necesidad de sus ojos. Y sí, no puedo negarlo, es verdad que en algunas ocasiones he sucumbido y nuestras pupilas han bailado por unos segundos en torno al mismo haz de luz. Porque eso se nota aquí dentro y yo lo he notado. ¿Qué me está pasando?, ¿qué estoy haciendo?... ¡Madre mía, qué vergüenza! No puede ser verdad que esté pensando en un perfecto desconocido del que ni siquiera sé su nombre. No me puedo creer que, cada día, de lunes a viernes, cuando el urbano de la Línea 7 se detiene en mi parada, ese inconfundible sonido, ese psssssccccchhhhh del autocar al parar que parece una rueda deshinchándose, se cuele en mi estómago para convertirlo en un globo a reventar, en una inmensa bolsa de aire que fluye hacia arriba para no dejarme respirar hasta que, nerviosa, atacada, consigo alcanzar el mismo duro asiento de plástico gris y me dejo caer sobre él. No puedo creer que los sábados y domingos, sienta un vacío inmenso al no hallarle ahí, a dos metros de mi asiento. (No debiera confesarlo, pero, varios días ya, me he visto empujada, que sé yo por qué extraña fuerza en mi interior, a ocupar su butaca y realizar mi trayecto apoyada sobre la misma ventana por la que él disimula abstraerse en el tráfico y los viandantes).

Calculo que ronde los 50, un puñado menos que yo, (aunque, ciertamente, y sin ánimo de resultar presuntuoso, me cuido y se nota, pues siempre me echan media docena de años por debajo de los que certifica mi DNI).  Paso los veinte minutos que compartimos a diario contemplando, con absoluto deleite y la complicidad que me otorgan los dos metros de distancia, su melena a media espalda de pelo castaño oscuro tirando a negro, en la que comienzan a asomar algunas canas que no parece querer molestarse en colorear; también, sus manos, armoniosamente cruzadas sobre el bolso colocado en el regazo después de acomodar entre las piernas la bolsa de rafia de Frutería Isabel que trae cada día, y, sobre todo, su sereno perfil, en el que atisbo una media sonrisa cuando el autobús reanuda la marcha hacia Francisco de Quevedo, 34. No deben gustarle los pintalabios, aunque sí creo que se pone una fina capa de maquillaje, apenas inapreciable. Se ve que le gusta la naturalidad y huye de artificios, también en el vestir, salvo por esas odiosas gafas de sol que luce demasiado a menudo -incluso cuando el gris envuelve el día-, y que se me hacen un muro infranqueable para llegar hasta sus ojos. Pasada la Plaza de la Constitución, comienza su ritual: repasa el correcto abroche de su abrigo, se estira bien las mangas, coloca su bolso bandolera sobre la cadera derecha, coge la bolsa de rafia de Frutería Isabel con la mano izquierda y espera apoyada la derecha en el respaldo del asiento de delante, en posición “listos”, hasta que Manolo detiene completamente el autobús en la marquesina de la Avenida Don Quijote de la Mancha, 58, exactamente a las 14 horas y 37 minutos.

Por un lado, sentir su mirada durante todo el trayecto clavada en mí hace crecer mis ganas de girar la cabeza, mirarle a los ojos, levantarme de mi asiento y acercarme al que, a su lado, siempre permanece vacío, como esperándome; quisiera que el viaje no terminara nunca, que Manolo siguiera dando vueltas y vueltas a la ciudad, la gente se subiera y bajara sin interrupción, el autobús recorriera las mismas calles durante día y noche, y él siguiera mirándome imperturbablemente, sin los dos metros de distancia. Por otro, ardo en deseos de bajarme del autobús, echar a correr, detenerme avanzados unos metros, coger una bocanada de aire que me permita sacar fuera ese globo hinchado que me ahoga y respirar, por fin, sabiéndome lejos de él. Supongo que la asfixia tiene más que ver con Juan que con su mirada. Bueno, más que suponer, estoy segura. ¿Quién, sino Juan, me ha enseñado esa sensación que hasta que cumplimos nuestro primer año de casados yo jamás había conocido? ¿Quién es, sino él, el que atenaza mi cuerpo con su solo aliento; el que hiere mi alma con sus agravios; el que amorata mis ojos con su rabia; el que anula mi vida con la suya…? Me rendí, me he arrodillado durante mucho tiempo, sí, pero ahora me voy a levantar. Sí, Juan Márquez Villalba, ahora sonrío cada día cuando el autobús comienza el viaje y no sólo porque me aleja de ti por unas preciosas horas, sino porque, a dos metros de distancia, hay otro aliento que me remueve.

Habitualmente somos los únicos pasajeros en apearnos en esta parada (será por la hora). Yo dejo que ella se coloque ante la puerta y me sitúo a solo un paso de su espalda dejándome seducir por su aroma -natural, nada de perfumes ni fragancias intensas-, durante el mágico instante que transcurre hasta que las puertas se abren. Entonces baja y gira a la izquierda para recorrer a pie los escasos 200 metros que la separan del Centro Niño Jesús (sé de su destino final porque no he podido resistirme a seguir sus pasos furtivamente agazapado tras la cabina de teléfonos que hay en la acera que toma). Debe de trabajar en el servicio de limpieza. Que no es que no desee yo que lo haga en uno de los despachos de la administración o dirección, pero como que la veo mujer sencilla, más de tareas hacendosas que de esas otras que no sé a qué iluminado le dio por llamar “de responsabilidad” (¿acaso no hay que imprimir responsabilidad en cada trabajo?). Con su andar en la retina, su presencia en algún lugar de mente o corazón -no sabría precisar aún-, me giro, misma dirección, sentido opuesto, para llegar al Ayuntamiento y tener unos minutos para el periódico antes de que arranque mi turno.

Él coge el camino contrario al mío. Supongo que trabaja en el Ayuntamiento, aunque no sé, este horario de tarde… Quizá sea de los de la oficina de la Policía Municipal. Puede que concejal. No sé, me desconciertan su aparente buena forma física y sus manos rudas. ¡Cómo me gustaría cogerme de esas manos y acompañarlo hasta donde quiera que vaya! O mejor aún, que él me esperara a la salida del Centro y me llevara de la mano, de paseo por la ribera, antes de volver a casa. ¡Qué locura, por Dios!... ¿Y Juan?, ¿y mi Santi, qué pensaría mi pobre niño si no acudiera puntualmente al despertar de su siesta, a darle la merienda, a prepararle en su silla para sacarle al jardín, a echar la partida de dominó de cada día, a leerle la novela de turno? ¡Déjate de sueños tontos, mujer! ¡Déjate, que ya no tienes edad para estas cosas!

Hoy estaba alegre, iba sin gafas, me ha regalado sus ojos y hasta me ha parecido que una sonrisa, me ha retenido la mirada y al bajar en nuestra parada me ha dirigido un “hasta mañana” antes de girarse. Totalmente inesperado, este maremágnum de concesiones me impide hoy sumergirme en el periódico y también apaciguar el ardor que tengo en el cuerpo mientras la familia Rosales González le llora a Manuel en su inesperada marcha a los 39 años. ¡Está bien! No más demora. No puedo dejar que pase un día más. Mañana voy a romper esos malditos dos metros de distancia, voy a sentarme en su asiento y, cuando dé los ocho exactos pasos de cada día, voy a levantarme y a tenderle la mano para invitarla a sentarse conmigo en mi habitual sitio de dos. Voy a preguntarle su nombre, voy a decirla el mío, voy a preguntarle por su trabajo y a contarla del mío (aunque no sé…, esto creo que voy a tener que consultarlo con la almohada porque…, en fin, ya sabemos que nos es precisamente apasionante ni agradable).

¡Me he atrevido a hablarle! Ha sido un impulso, sin duda. No me lo había ni planteado, pero al llegar a la parada me ha salido. Sin más. Y me ha sonreído, aunque ni siquiera le he oído contestar a mi “hasta mañana”. Creo que se ha quedado tan cortado como yo misma de mi propio atrevimiento. En fin, me siento bien. A esto se le llama romper el hielo, ¿no? Pero no, no voy a precipitarme. Voy a dejar que, a partir de mañana, la cosas fluyan poco a poco como deban. Además, aún está Juan...

Manolo ha hecho la parada de siempre, pero María no ha subido hoy al autobús. ¡Qué desilusión! ¡Precisamente hoy! No me lo puedo creer. Desde que compartimos viaje, no recuerdo haber dejado de verla ni un solo día subir puntual, de lunes a viernes, al autobús de la Línea 7 de las 14 horas y 17 minutos. Miro tras el cristal, pero no veo nada. Miro su asiento, pero no está, ni tampoco su pelo a media espalda marrón tirando a negro, ni su perfil delicado, ni sus manos apoyadas en el regazo, ni su bolsa de rafia de Frutería Isabel. Aunque intento echar mano de la alegría a la que me abracé tras sacar al espectro de mi cuerpo, llego al Ayuntamiento apesadumbrado, con un irremediable nudo en el estómago, dispuesto a volcar mi atención en el periódico por unos minutos, a acudir luego al vestuario para ponerme la ropa de trabajo y a desplazarme luego en el coche municipal al cementerio con mis útiles para lo que toque, arreglos o entierro, antes de llegar a casa pasadas las 9:30 y meterme en la cama sin siquiera picar algo. Y cuando mi vistazo rápido a titulares y fotos principales llega a la página 7, se me congela el corazón. Ahí está su precioso rostro, melena suelta, mirada tímida, sonrisa delicadamente perfecta, bajo un enorme titular bien tintado en negro: “Un hombre mata a su mujer con un cuchillo y se quita la vida después”.

Se llamaba María, María Garovilla González. Y mañana tengo que darle sepultura tras cavar un hoyo a dos metros…, de profundidad.


1 comentario:

  1. Quería saber: ¿vale la fecha del matasellos de correos con anterioridad a la fecha de cierre, es decir antes del día 19...? Ya que si lo envio hoy, correos no me garantiza que llegue a tiempo, ergo, quizá llegue unos días después

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