jueves, 5 de septiembre de 2024

Cuento ganador autores palentino LIII, “Mercería Luna”, Mª Ángeles Ruiz Ortega

 

PREMIO AUTORES PALENTINOS


TÍTULO: “Mercería Luna”

AUTORA: Mª Ángeles Ruiz Ortega

Hace varios años que Bruna regenta una pequeña mercería en la calle Estrella. Sus padres adquirieron el establecimiento un año antes de que ella naciera. Es un pequeño local en medio de otros pequeños y medianos locales destinados a frutería, farmacia, cose todo y negocios que van y vienen. Pero la mercería es la tienda más longeva y el alma mater del barrio.

Bruna tejió allí sus primeros sueños y casi seguro que fue la primera niña en probarse unas medias de cristal y un sujetador antes de que sus pechos lo reclamaran.

Desde que se ha mudado a su nueva casa, la tienda le queda más lejos. No obstante, la muchacha recorre el camino cuatro veces todos los días. Esas caminatas y el Daflón le ayudan con el colesterol y las varices, a la vez que mantienen su peso, tendente al alza, en parámetros saludables.

Ya no es joven, tampoco mayor, rondará los cuarenta y seis. Desde hace unos meses sus ciclos menstruales se han vuelto irregulares y su peso se ha visto afectado. Pero ayer el médico le ha dicho que todo está bien y que el sentirse más cansada que de costumbre entra dentro de lo normal.

Aunque dejan todo limpio y ordenado la noche anterior, la muchacha siempre llega veinte minutos antes. Levanta la persiana metálica, acondiciona la cortina del escaparate, y da la vuelta al cartel que anuncia la apertura del establecimiento. Después, se dirige al probador, saca del bolso el paquete de toallitas perfumadas, y delante del espejo se limpia el cuello, el canalillo y las axilas, para quitarse el sudor del trayecto. Luego se da un toque de carmín, rectifica el maquillaje desleído y se pone esa batita de rayas que le sienta como un guante y realza lo que le queda de cintura.

Seguidamente realiza una rápida inspección ocular, asegurándose de que todo está en su sitio, porque siempre hay algún camisón o pijama que se ha saltado el orden del tallaje o ha caído al suelo como si por la noche alguien hubiera estado jugando al escondite entre ellos.

A eso de las once, sus padres hacen acto de presencia. Vienen a echar una mano. Las dos, si es necesario, lo que haga falta. Bruna y la mercería son sus grandes amores. En cuanto llegan la saludan con un abrazo, ¿qué tal hija?, ¿has pasado bien la noche? Bien, es siempre la respuesta escueta a la consabida pregunta.

Viven ahí mismo, enfrente. Llegan con sus respectivos bastones y siempre con una sonrisa, porque no cuesta nada, le dicen a las parroquianas cuando estas les reconocen el gesto. Hay que sonreír a la clientela. Bruna ha aprendido esto muy bien. Pero a ella le cuesta un poco esto de la sonrisa y además con esa voz tan fuerte que tiene, le parece que la desvirtúa. No le gusta nada su voz. Es consciente de que cuando suena, crea una distancia que ni de lejos pretende. Así que cuando aparece la progenitora, delega los preliminares con las clientas, y mientras su madre les da coba y se prodiga ofreciéndoles lo que van buscando y lo que no van buscando, ella se dedica a lo que mejor sabe hacer, revisar los albaranes, anotar las necesidades, abrir la caja registradora, contactar con algún proveedor, cobrar el género si la venta ha llegado a buen fin, y poner cara complaciente cuando después de todo un despliegue de braguitas y pantys por el mostrador, la clienta se va sin nada. Pero sonreír, lo que se dice sonreír, así, abiertamente, gratis, no le sale.

Jacinto, el padre, en cuanto llega, saca su silla plegable y se posiciona en una esquina del local. Abre el periódico que trae bajo el brazo y comenta las letras grandes, como él dice, en voz alta, hasta que Rebeca, su señora, le pide que le alcance esas madejas violetas de la estantería de arriba, porque Jacinto, a pesar de que ya tiene una edad, sigue siendo un buen mozo.

En los ratos muertos, Rebeca saca la costura y se afana con el punto o con el ganchillo. Ahora anda liada con unos patucos para el nieto de Luisa.

Madre, ¿dónde has puesto las bragas de EVEN que recibimos ayer?

Bruna es ahora la cara oficial de la mercería, pero detrás de ella está la artillería pesada. Alrededor del mediodía, la mercería Luna pasa a ser un lugar de encuentro. La mayoría de las clientas son conocidas, vecinas del barrio de toda la vida. Compran o no compran, pero el rato de charla está asegurado. Intercambian sabiduría sobre la conveniencia o no de menguar cuatro puntos en la sisa del chaleco o cómo coser ese remate de puntilla en la sábana sin que se noten las puntadas por el lado derecho. Alguna comenta que qué sexy es el sostén que se llevó la semana pasada o que los calcetines aquellos que cogió para su marido parece que le aprietan un poco. Después la conversación toma cualquier derrotero; se habla del tiempo, de lo poco prácticos que son esos contenedores grises que acaban de instalar, del escaso acierto del alcalde…, y sin otro particular se despiden, convencidas de haber arreglado el mundo.

Cuidaros —se dicen unas a otras.

Si mañana puedo me paso un rato. Hasta mañana.

Yo vuelvo a la tarde a ver si ya os ha llegado esa combinación para mi madre.

Ayer cerrasteis tarde —comenta una de ellas desde el umbral de la puerta—. Se habrán entretenido limpiando, le dije a mi hija. Serían las diez más o menos.

No sé —dice Rebeca mirando a su marido.

Este se encoge de hombros.

No sé —repite.

Cuando termina la jornada de la tarde donde el alargue se ha convertido en costumbre, Bruna se pone a barrer. No sabe qué pasa pero siempre hay algún alfiler por el suelo. Le irritan los alfileres y las agujas campando a su aire. Entretanto, su madre dobla las piezas desperdigadas por el expositor y va colocándolas cuidadosamente en las cajas correspondientes. Jacinto abre la escalera y se alza hasta el segundo peldaño para ajustar bien las cajas que sobresalen.

Padre, no olvide apagar la luz de la trastienda. A lo mejor ayer se nos quedó encendida.

Seguramente —asiente el hombre—. ¡Vaya! alguien se ha dejado el paraguas dentro.

Pues llueve un poco —dice Rebeca—. Quédate hoy en casa, hija. Si has dicho que Juan trabaja toda la semana de noche.

No, mejor me voy. Cogeré el autobús.

Como quieras, pero para estar sola, mejor te quedabas con nosotros.

Que no mamá, no insistas. Id marchando. Yo voy a terminar de hacer la caja y de archivar unos recibos.

Pero no te retrases, hija. Mira que podías…

Mamá, por favor, no insistas.

A Rebeca y a Jacinto no les gusta su yerno.

Te deja demasiado tiempo sola. Con ese trabajo suyo, que no se sabe muy bien en qué consiste - comenta con disgusto la mujer.

Bruna siempre desvía la conversación cuando se encamina por estos derroteros. Argumenta que necesitan el dinero para pagar la hipoteca y que los turnos de noche están mejor remunerados.

Una retahíla de historias, que parecen los cuentos de Calleja, que no se los cree ni ella —le dice Rebeca a su marido cuando llegan a casa—. Y por no darle, no le ha dado ni descendencia. Y no lo han mirado. No lo han mirado porque a él le ha dado igual o porque algo tiene que esconder. Porque nuestra niña está sana como una manzana reineta. Y los años van pasando. Bruna ya no es una jovenzuela. Trabajando toda la vida y a saber quién se quedará con la mercería.

Pues quien menos lo merezca —apoya Jacinto.

A lo mejor todavía está a tiempo —dice la mujer—. Como Sara.

¿Sara?, ¿qué Sara?

Ay hijo, cómo se nota que vas poco a misa. La mujer de Abraham, que concibió siendo muy mayor. Está en la biblia.

Jacinto asiente sin convicción.

Cuando se queda sola, la muchacha se asoma a la noche y ambas se recorren con la mirada. La calle, silenciosa y vacía, se torna sugerente.

Siente el aire húmedo en la cara. El relente la hace estremecer.

Vuelve dentro, apaga las luces del interior y deja únicamente una luz testigo situada bajo la vitrina. Se dirige a la trastienda y repite el protocolo de la mañana pero ahora sin prisa, recreándose en los detalles. Un toque de carmín en los labios, pero algo más fuerte. Unas gotas de perfume en el escote, en las muñecas, en los lóbulos de las orejas. Y un poco de colorete. La jornada ha hecho mella y se ve un poco descolorida.

Se desprende de la bata como de una segunda piel y la cuelga en el perchero.

Ahueca con los dedos su media melena rizada y se contonea ante el espejo. Habría que cambiarlo, es un poco pequeño y regala una imagen poco favorecedora. Alguna clienta ya lo ha dejado caer. Pero hoy el vidrio está generoso y le devuelve unos pechos firmes y unas caderas desafiantes.

Ha conseguido durante toda la tarde, camuflar bajo la bata un arriesgado vestido. La ocasión lo merece. Abre unos cajones y revuelve entre las carpetas de la contabilidad hasta encontrar unas cajas de lencería fina cuya existencia solo ella conoce. Negro, el poder, la seguridad; blanco, la inocencia; rojo, el fuego, la sangre, la pasión. Las esparce por el mostrador y se recrea en las emociones que le produce el contacto. Bruna sabe mucho del poder de los colores y las texturas, pero se cuida de evidenciar estos conocimientos ante la clientela del barrio.

¿ Le gustará a Róber? ¡Qué pregunta más tonta! —se dice—. A Róber le gusta todo de ella. Apenas entra por la puerta se la come entera. La mujer repasa sus curvas, recompone el vestido que, rebelde, insiste en elevarse un poco en la parte delantera. La vida rompiendo moldes. Se mira y se disfruta. ¿Cómo le dirá…? ¿En qué momento? Hoy no ha traído champagne, ni copas. Hoy un par de vasos y dos botellines de zumo. El zumo le ha parecido apropiado. Róber la tiene muy aprendida. Se la sabe de memoria. No tendrá que contarle, ni explicarle. Róber la abrazará y ni siquiera tendrá que hablar. Mejor. Porque cómo decirle algo tan dulce con esa voz suya capaz de llenar de gravedad una melodía tan entrañable.

Le llega el rugido acelerado del motor al fondo de la calle. El aliento de la Yamaha se cuela por debajo de la puerta. La luz azul reflectante del cabezal telescópico relumbra entre las cortinas traslúcidas del escaparate y penetra iridiscente entre las lamas de la persiana.

Bruna se acerca cautelosamente, pega la nariz al cristal y el frío se cobija inmediatamente en el calor del cuerpo en ebullición. La noche, la clandestinidad, el amor embozado.

Las moléculas de la felicidad se activan. Los niveles de dopamina y serotonina se disparan.

Cuando la luz trasera deja de girar y el ruido del motor se convierte en ronroneo, abre

con cuidado la puerta. Aún, así, el clic provoca un respingo en la noche. Escucha el sonido pegajoso de las botas sobre el suelo mojado. Los pasos acelerados, ligeros. El plas plas, rítmico, se confunde con los latidos del corazón que galopa con brío.

Una silueta fornida aparece en el umbral. No puede identificar sus rasgos, pero en cuanto la abraza, reconoce de inmediato el calor de su cuerpo, el olor inconfundible. El hombre descarga sobre ella una ráfaga de besos. La empuja hacia el interior. Sin apartarla del todo, deja el casco sobre la lencería. Y la pipa. Abraza de nuevo a la mujer y la trae hacia sí con firmeza, con todo el empuje de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado. Bruna se siente a punto de delinquir. Culpable, presa, absuelta, rescatada. Liberada en brazos de la benemérita.

Del otro lado de la calle, en la ventana más grande del cuarto piso, dos figuras se cuelan en la escena.

Parece que ha llegado Abraham.

Dios le bendiga.

Eso.



Cuento ganador Concurso Internacional edición LIII "Nómadas", Francisco de Paz Tante

 

PRIMER PREMIO

TÍTULO: “Nómadas”

AUTOR: Francisco de Paz Tante

He vuelto a Olán para hacer una película con las historias, las luces y los sonidos que he mantenido, indelebles, en la memoria de mi infancia. Para hacer cine con las vidas de Edelina Adánez y de Ovidio Aldama. Y con la mía también, con mi vida, en aquel mundo rural donde escuchaba las voces y los silbos de los nómadas que ofrecían por las calles sus mercancías y servicios.

Antes de empezar a rodar, repaso las localizaciones, los paisajes, las escenas que he visto en mi imaginación y en mi memoria mientras releía el cuaderno que me dejó Edelina Adánez y el guion de la película, escrito con vestigios de emociones tan viejas como mi vida misma, de recuerdos, de sueños tan reiterados que ya no sé dónde ubicarlos, si en el mundo de la realidad o en el onírico de las fantasías:



Edelina Adánez corre el visillo de la ventana para asomarse a la calle, y lo primero que percibe es el brillo que impregna las hojas muertas después de la lluvia. Es un reverbero de oro viejo y de tristeza. Luego ve a Ovidio Aldama, con su bicicleta, en la que lleva la rueda de afilar y una bolsa negra con las herramientas para los trabajos que pregona con énfasis y voz brumosa: ¡afilador, lañador, paragüero!

Cuando Ovidio Aldama pasa junto a la ventana desde la que Edelina Adánez lo mira, ella se estremece ante aquellos ojos que se clavan en los suyos durante unos instantes. Es una mirada azul, de cielo profundo, o de océano, escribe después Edelina en su cuaderno, donde narra las vidas de la gente nómada. Allí tiene anotados todos los nombres y procedencias de los vendedores y artesanos ambulantes que pasan por Olán durante aquel tiempo ya crepuscular del mundo rural. Es ella la que ha ido preguntando. Sabe que algunos le han dicho la verdad; y otros han mentido, temerosos de mostrar su verdadera identidad, de acabar en registros oficiales donde podrían comprobar los azarosos avatares de sus vidas, que algunos prefieren ocultar, borrar en el polvo de los caminos andados. Pero a Edelina eso le da igual; ella sólo quiere un nombre y un lugar de procedencia, aunque sean imaginados, para contar su historia en el cuaderno de rayas.

La tarde en que siente la mirada penetrante de Ovidio Aldama, Edelina Adánez escribe que, cuando corre el visillo y deja de ver la calle, persiste la turbación que le han provocado aquellos ojos impregnados con una luz de mar.

Luego escucha, de nuevo, el rumor de la lluvia, y piensa en Ovidio, mojado, a la intemperie de la calle, mientras pisa las hojas muertas, que, al escampar, con la luz ya declinada del atardecer recobran los reverberos de oro viejo y de tristeza.

Al día siguiente, cuando escucha el chiflo y la voz de Ovidio anunciando sus trabajos de artesano nómada, Edelina siente otra vez una turbación, una emoción oscura entreverada de miedo y deseo, que le brota desde los hondones del pecho. Al asomarse a la ventana, antes que la luz atardecida, Edelina Adánez ve la mirada de Ovidio Aldama, ya arrimada al cristal, clavada en la suya, en el temblor de sus labios, en su rubor.



Mientras paseo por las calles de Olán, revisando los paisajes, las localizaciones en las que vamos a rodar, doy saltos en el tiempo, como las elipsis en el guion de la película, cuyo título, al final, después de cambios, dudas, será el de los personajes, reales e imaginados, que rescato de las nieblas del tiempo y del olvido: Nómadas.



Amalio se asoma a la puerta de su casa, blanca, enjalbegada. Luego el niño camina hasta el campo de cebada que crece al otro lado de la calle. Arranca un tallo, con el que traza en la frente la señal de la cruz y hace un silbato, que suena como el canto del tordo. Al oír el silbo, Edelina Adánez, su madre, sale a la puerta, y en sus ojos relucen destellos de humedad y nostalgia. Después se suceden las imágenes que le ha reavivado en su memoria el silbato de Amalio. Y Edelina ve a Ovidio Aldama, con su instrumento sonoro y su voz brumosa, que anuncian afilados y arreglos de vasijas y paraguas. También Edelina recobra las imágenes de Aurelio, capador de cerdos con su flauta de cañas que emite sonidos agudos, cortantes, como de cuchilla; del colchonero Eduviges, que varea la lana para dejarla mullida; de Orencio, vendedor de garbanzos torrados a los que llama tostones; de Custodio, con un blusón negro, su mula y sus sacos de quesos manchegos muy blancos; la imagen, ya amarilla, de Práxedes en el tiempo de las matanzas, anunciando el pimentón de La Vera; de Mauricio y su mujer Micaela, gitanos nómadas que cantan flamenco y pregonan sus arreglos de sillas con espadaña y esparto.

Y Edelina Adánez, desde la puerta de su casa, con las imágenes que le ha encendido en su memoria el silbato de Amalio, también evoca a los artistas callejeros con trompetas y cabras equilibristas; el circo que se instala durante los veranos junto al arroyo con jaulas en las que unos leones viejos, esqueléticos, emiten unos rugidos tristes, más de hambre que de ferocidad. Y en la pared blanca de la plaza, Plácido Gualda y Grisela Doncel, que llegan cada verano a Olán con su cine ambulante, proyectan la película titulada ¡Qué verde era mi valle!, de John Ford, mientras a Amalio, con los ojos encendidos de asombro, se le queda inoculada en la memoria, aún tierna, una incipiente admiración por el cine, que luego será su pasión y su profesión.

En las imágenes siguientes Amalio Adánez camina hacia el arroyo. Allí hace un barco de juncos que él imagina navegando hasta el río, e incluso al océano.

Desde la orilla del cauce crecido, donde flotan las hojas muertas del otoño, Amalio observa a los gitanos nómadas Mauricio y Micaela. Tienen una niña mayor y otro recién nacido, a quien Micaela amamanta. Micaela clava a Amalio una mirada intensa, por la que asoma su alma de madre triste, su frío de la vida, su fiera ternura con el niño que tiene en brazos. Y Amalio ya siempre recordará aquellos ojos, y aquel pecho tan blanco, atravesado de líneas azules, encendido por la melaza de un hermoso atardecer.



Regreso en el tiempo, a las imágenes que Edelina Adánez describe en su cuaderno sobre las geografías humanas de aquellos años, tantas veces releídas para escribir el guion de Nómadas.



Edelina Adánez busca en un trastero un paraguas viejo de su abuela. Es grande, negro, con una punta metálica fina y acerada. Está bien conservado, sólo tiene una varilla rota.

Cuando escucha la voz de Ovidio Aldama, que la estremece y la atrae, sale a la calle, antes de que él se arrime a la ventana para mostrarle, otra vez, sus ojos azules con brillos de océano. Él la mira, sorprendido. Y ella siente, de nuevo, ese rebrinco de emoción y turbación en el que palpitan el miedo y el deseo.

¿Tiene arreglo? ─le pregunta Edelina a Ovidio, mientras abre el paraguas, bajo el que se arriman los dos para observar el entramado que sustenta y estira la tela negra. Durante unos segundos, bajo el paraguas se oscurece la luz atardecida.

Sólo tardo unos minutos en echar una laña de estaño a la varilla rota ─dice Ovidio, que empieza a trabajar; primero en silencio; luego emitiendo unos susurros que Edelina escucha como un rumor más de la brisa otoñal─: Llevo cinco días viéndote a través de la ventana, clavando mis ojos en los tuyos; y quiero seguir mirándote sin cristal por medio, y sentirte más arrimada, y respirarte. Es mi último día, y será mi última noche en Olán. Estoy acampado junto al puente del arroyo.

Y Edelina Adánez se queda callada, estremecida, penetrada por la intensidad del azul que emiten los ojos de Ovidio Aldama.



Camino por Olán, observando las localizaciones, el campo de cebada donde Amalio arranca un tallo para hacer un silbato, el arroyo en que se va a rodar la escena de Micaela amamantando a su hijo con su pecho tan blanco impregnado con la luz atardecida, la ventana a la que se asoma Edelina Adánez para sentir la mirada de Ovidio Aldama.

Y evoco la vida de Edelina, siempre sola desde que murieron sus padres. Introvertida y tímida, no pudo o no supo encontrar pareja en su juventud. Y desde que nació Amalio, ya madre soltera, se aisló en su casa y en su mundo; en su cuaderno de rayas, donde siguió escribiendo una geografía emocional de la gente nómada. Siempre que llegaba algún arriero o vendedor ambulante a Olán, si era ya conocido, lo saludaba; y, si no, se interesaba por su nombre y lugar de procedencia. Y a todos les preguntaba si habían visto por los caminos y los pueblos que recorrían a Ovidio Aldama. Pero las respuestas siempre eran las mismas: algunos no lo conocían, y otros decían que llevaban mucho tiempo sin verlo por las geografías del nomadismo.

Con mis recuerdos, y con el cuaderno de Edelina, he escrito el guion de la película. También rodaré imágenes en las que sólo está mi imaginación, mi intuición, las fantasías que me han ido brotando al evocar la vida de Edelina Adánez, mi madre.



Edelina camina bajo la noche crecida por la calle que acaba en el arroyo. No hay estrellas en un cielo que presagia lluvia. Ovidio Aldama parece esperarla, y la abraza cuando se arrima a él, y entonces Edelina siente que ese abrazo le disipa el frío de la vida que ella ha ido acumulando durante sus soledades y tristezas. Luego percibe la dulzura húmeda de un beso, profundo, adentrado en su boca, su saliva, su aliento excitado. Cuando empieza a llover, se apagan las brasas del carbón que Ovidio mantiene encendidas en su lata de lañador. Luego un primer plano muestra la imagen íntima de Edelina y Ovidio abrazados, desnudos, mojados de lluvia y deseo.



Mañana saldré en las noticias. Dirán que el director Amalio Adánez empieza a rodar su nueva película. Y hablarán de mis éxitos anteriores, y algún periódico o revista contará mi vida, y escribirán sobre mi origen humilde, hijo de una madre soltera, escritora frustrada, empeñada en que yo estudiara cinematografía, porque era lo que me gustaba, mi pasión desde que vi las primeras películas proyectadas en una pared blanca de la plaza de Olán por unos nómadas que recorrían los pueblos con su cine ambulante.

Dirán también que es mi primera película rodada en Olán, el pueblo donde nací y viví hasta los albores de mi juventud. Y anunciarán su título: Nómadas.

Son diez semanas de rodaje. Y cuando termine la película, tal vez reciba una llamada de alguien que conoce, ya viejo, al nómada que iba a Olán a arreglar paraguas. A lo mejor él mismo ve la película en alguna aldea junto al mar y me llama. Esa es mi ilusión. Y mi esperanza. Quizás el motivo por el que voy a llevar al cine las vidas de Edelina Adánez y Ovidio Aldama, mis padres.