jueves, 1 de junio de 2017

CUENTO GANADOR DEL XLVI CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTOS DE GUARDO – 2017

La encrucijada de sus mejillas

José Agustín Blanco Redondo

Sentía que mi destino era infinitamente más
solitario que lo que había imaginado”
Ernesto Sábato

Ya era suyo. No tenía escapatoria. El chaval de las mejillas pálidas acercó su rostro al escarabajo y lo siguió con la mirada, su caminar demorado sobre la grama del huerto, el cuerno recurvado hacia atrás, su caparazón destellando ante el sol del mediodía en tonos de caoba, o de ámbar, o de cobre. Lo empujó con una rama de higuera hasta que consiguió darle la vuelta. El coleóptero quedó entonces indefenso, agitando las patas en un pedaleo inútil, cómico, hasta que inflamó sus élitros contra el suelo y enderezó el cuerpo para proseguir su perezoso deambular.
Era verano y las tardes se prolongaban más allá de los esfuerzos de los chiquillos por gastar cada uno de los minutos en entretenimientos propios de los pueblos pequeños, apedrear perros vagabundos, buscar nidos de torcaces en los aleros de las encinas, derrapar con las bicicletas en los caminos por entre un fárrago de polvo, guijarros y alaridos de admiración, seguir y piropear a las muchachas, siempre a una distancia prudencial, soñar con futuros de éxitos y lujo desmedido mientras se fumaban un cigarro tras las tapias del cementerio.
El chaval de las mejillas pálidas depositó el escarabajo en una caja cartón y lo llevó al abrevadero. El agua quieta recibió el cuerpo del insecto en sus fauces oscuras, apenas un chapoteo leve, un amago de flotar truncado por esa ley física que hunde en los fluidos los cuerpos más densos, un brillo de salitre en las pupilas del muchacho, un leve hilo de saliva en la comisura de sus labios, sí, cómo estaba disfrutando con la agonía de aquel condenado bicho. Introdujo el brazo y palpó entre el verdín del fondo hasta localizarlo. No deseaba que muriera ahogado en el agua turbia de un pilón, al menos por ahora. Lo arrojó sobre una lancha de caliza, al sol, para que recuperara lentamente sus capacidades andariegas y poder ensayar con él, de nuevo, esos rudimentos sobre torturas que merodeaban en su mente. Llegó a pensar en colocarlo sobre una ballesta como cebo para el alcaudón o las urracas, pero decidió al fin destinarlo a otros menesteres. Aquel escarabajo iba a dar lo mejor de sí mismo.
Las hormigas trazan sendas en la grama, la desbrozan en trochas delgadas que conducen a sus cubiles subterráneos. Qué mejor manera de divertirse que colocar un escarabajo patas arriba en una de estas sendas para que sea atacado por una columna de hormigas soldado, esas luchadoras de cabeza y mandíbulas aparatosas capaces de despiezar a sus presas en instantes. Cuando el coleóptero se encontró rodeado de aquel furioso tropel de insectos, inflamó los élitros sobre la tierra, giró su cuerpo y emprendió un vuelo torpe, medroso, sin apenas poder desprenderse de su lastre de patas y mandíbulas ajenas. El muchacho de las mejillas pálidas emitió una risa honda, casi sin abrir los labios, como un ronquido incrédulo, satisfecho ante los apuros del escarabajo por salvar su vida. Sabía que el caparazón quitinoso del dorso lo hacía inexpugnable, pero también sabía que por la zona del vientre resultaba vulnerable. Y ahí era precisamente donde las hormigas concentraban sus dentelladas. El vuelo del coleóptero apenas superó el par de metros. Su cuerpo cayó con un rumor de madera astillada sobre las matas de calabacines, entre un revoltijo de artejos, antenas y mandíbulas laboriosas.
Su pericia en el arte de atormentar seres vivos le provocó un escozor de agujas en las sienes. Ya había sido suficiente. Recogió el escarabajo, lo liberó de las hormigas aferradas a sus patas, lo depositó en la caja de cartón y se dirigió con él al viejo almacén de su padre. Allí rellenó un frasco de cristal con alcohol, introdujo dentro al desdichado insecto y, tras cerrar el tapón de rosca, lo convirtió en su sepultura. Una agitación breve de artejos precedió a la inmovilidad de la muerte. El coleóptero quedó allí, amortajado en aquel líquido transparente, su caparazón destellando en tonos de caoba, o de ámbar, o de cobre ante los hilos de sol que penetraban por la ventana. Las pupilas del muchacho destellando con los mismos brillos del salitre, su rostro pegado al frasco, las mejillas ligeramente enrojecidas por la emoción inefable de aquel momento. Con su mejor letra, escribió en una pegatina “Escarabajo rinoceronte” y los dígitos de la fecha del sepelio, la adhirió al cristal del frasco y dejó éste en la estantería, acumulando polvo e impotencia. También treinta y cinco, tal vez treinta y seis años de olvido.
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Hacía demasiado tiempo que no pisaba el pueblo. La muerte de su padre le había sorprendido en Londres, en ese trabajo tan bien remunerado como jefe del servicio de seguridad de la embajada española, un caserón albarizo ubicado en el número 39 de Chesham Place, entre Hyde Park y Buckingham Palace. Pascual era policía nacional y entre sus cometidos se encontraba el de garantizar que los desplazamientos oficiales y privados del embajador y de su familia transcurrieran ajenos a cualquier incidente. Esa tarde, tras conocer la noticia, tomó el avión de las siete y cuarto con destino a Barajas. Durante el vuelo tuvo tiempo de pensar. Quizá en el pueblo creyeran que no había sido un buen hijo. Un buen hijo no ignora a sus padres durante casi treinta y seis años, los años transcurridos desde que se marchó, tras la última de las discusiones -aquella en la que volaron todos los objetos de cristal y loza de la casa-, a buscarse la vida en los arrabales de la ciudad. Él era entonces un muchacho de mejillas pálidas y bigote incipiente, un chaval que llevaba demasiado tiempo pergeñando cuál sería el momento de largarse de aquel maldito pueblo y poder así prosperar, lejos, muy lejos de la servidumbre de unas tierras que su padre reunió dilapidando tesón y sacrificio. Un desagradecido, eso es lo que eres, un condenado desagradecido. Lárgate de una puñetera vez si es lo que quieres, pero no se te ocurra volver por aquí... Fueron las últimas palabras que le dirigió su padre, las mismas palabras que ahora retornaban para intentar clavarse, con un frío de hierros oxidados, en ese pedrusco de basalto que tenía por corazón. Apoyó el mentón sobre el dorso de la mano y perfiló una sonrisa que quedó allí, helada, en la encrucijada de sus mejillas pálidas, sí, ya era hora de que aquel viejo estúpido le dejara en paz y se largara con sus consejos, sus monsergas y sus frases lapidarias lejos de este condenado mundo.
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La casa de piedra caliza. La puerta ensamblada en madera de roble. El zaguán, la cocina, la lumbre apagada. Su alcoba. Su mirada, sobre las mejillas pálidas, restregándose sobre aquel pasado infantil y adolescente que le esperaba en un muestrario inmóvil, ajeno al discurrir del tiempo: la ventana de cristales viejos, de esos que distorsionan el paisaje y convierten los árboles y los sembrados en imágenes ondulantes; las canicas, los indios de plástico acosando las empalizadas del fuerte, la diana y los dardos, la escopeta de aire comprimido, el tirachinas. Su colección de huevos de pájaros, los moteados de la urraca, los azules del estornino, los blancos de la tórtola. Sobre la mesilla de noche, un papel doblado que sus manos recogen con delicadeza, como si fuera a convertirse a su contacto en un rimero de cenizas blancas. Es la letra de su padre, una caligrafía adusta, apretada, con trazos tenaces que dejan huella en el reverso del papel. Sus pupilas abismadas, como empeñadas en desentrañar el enigma apostado en aquellas frases escritas por un anciano que conoce el desenlace cierto de su enfermedad:
Ahora todo es tuyo, haz lo que quieras con ello, véndelo – el vecino con el que comparto linderos estará encantado de quedarse con las tierras- o quémalo si crees que debes hacerlo. Sólo te pido una cosa: pásate antes por el almacén”.

El almacén. La puerta chapada de cinc. El gemido de los pernios arañando el polvo, la penumbra, el silencio. La sonrisa escarchando aún la encrucijada de sus mejillas pálidas. Al fondo, en la estantería, los últimos hilos del sol de la tarde inciden sobre el frasco de cristal, despertando reflejos de caoba, o de ámbar, o de cobre en el cuerpo del escarabajo. Su mirada parece dudar ante la belleza indeleble del insecto antes de trasladarse al contenido del tarro contiguo, alcohol embebiendo dos pequeños despojos del mismo color de la arcilla. La sonrisa helada se deshace en regajos de incredulidad al leer la etiqueta que cuelga de la tapa del frasco. Es la letra de su padre, de nuevo, con la fecha y los pormenores de la intervención. Sus mejillas pálidas tiemblan con espasmos leves. Sus manos se entrelazan y se retuercen hasta blanquearse los nudillos. Crujen las coyunturas de los dedos. Los párpados, al cerrarse, enmudecen esos reflejos de salitre que lastran su mirada desde niño. Se saca la camisa para palparse las dos cicatrices que tatúan su zona lumbar, intentando asimilar lo sucedido. Su padre jamás le habló de eso. El hombre busca en el bolsillo el sobre que contiene el certificado de defunción, sí, ahí han consignado la causa de la muerte, insuficiencia renal crónica. Pascual no sabe muy bien lo que es eso. Lo único que sabe es que los riñones atrofiados que le extrajeron de niño reposan en el almacén, amortajados en alcohol, ajenos al tiempo y al silencio. Lo que ya jamás podrá averiguar es si su padre continuaría ahora con vida de no haber donado a su hijo enfermo, a su hijo de nueve años, uno de sus riñones. Un órgano que le ha permitido continuar existiendo, y hacerse adolescente, y marcharse de casa por entre un estropicio de loza y cristal, y ganar las oposiciones al cuerpo de policía nacional, y dedicarse a ese trabajo tan bien remunerado como jefe de seguridad en un caserón albarizo que alberga la embajada española en la capital de Gran Bretaña. Y maldecir a su padre. Maldecirle durante más de treinta y cinco años. 

2 comentarios:

  1. Me ha gustado la primera parte después demasiado previsible. Ay estos hijos que sólo vuelven por el dinero.

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