La
encrucijada de sus mejillas
José
Agustín Blanco Redondo
“Sentía que mi
destino era infinitamente más
solitario que lo
que había imaginado”
Ernesto
Sábato
Ya
era suyo. No tenía escapatoria. El chaval de las mejillas pálidas
acercó su rostro al escarabajo y lo siguió con la mirada, su
caminar demorado sobre la grama del huerto, el cuerno recurvado hacia
atrás, su caparazón destellando ante el sol del mediodía en tonos
de caoba, o de ámbar, o de cobre. Lo empujó con una rama de higuera
hasta que consiguió darle la vuelta. El coleóptero quedó entonces
indefenso, agitando las patas en un pedaleo inútil, cómico, hasta
que inflamó sus élitros contra el suelo y enderezó el cuerpo para
proseguir su perezoso deambular.
Era
verano y las tardes se prolongaban más allá de los esfuerzos de los
chiquillos por gastar cada uno de los minutos en entretenimientos
propios de los pueblos pequeños, apedrear perros vagabundos, buscar
nidos de torcaces en los aleros de las encinas, derrapar con las
bicicletas en los caminos por entre un fárrago de polvo, guijarros y
alaridos de admiración, seguir y piropear a las muchachas, siempre a
una distancia prudencial, soñar con futuros de éxitos y lujo
desmedido mientras se fumaban un cigarro tras las tapias del
cementerio.
El
chaval de las mejillas pálidas depositó el escarabajo en una caja
cartón y lo llevó al abrevadero. El agua quieta recibió el cuerpo
del insecto en sus fauces oscuras, apenas un chapoteo leve, un amago
de flotar truncado por esa ley física que hunde en los fluidos los
cuerpos más densos, un brillo de salitre en las pupilas del
muchacho, un leve hilo de saliva en la comisura de sus labios, sí,
cómo estaba disfrutando con la agonía de aquel condenado bicho.
Introdujo el brazo y palpó entre el verdín del fondo hasta
localizarlo.
No deseaba que muriera ahogado en el agua turbia de un pilón, al
menos por ahora. Lo arrojó sobre una lancha de caliza, al sol, para
que recuperara lentamente sus capacidades andariegas y poder ensayar
con él, de nuevo, esos rudimentos sobre torturas que merodeaban en
su mente. Llegó a pensar en colocarlo sobre una ballesta como cebo
para el alcaudón o las urracas, pero decidió al fin destinarlo a
otros menesteres. Aquel escarabajo iba a dar lo mejor de sí mismo.
Las
hormigas trazan sendas en la grama, la desbrozan en trochas delgadas
que conducen a sus cubiles subterráneos. Qué mejor manera de
divertirse que colocar un escarabajo patas arriba en una de estas
sendas para que sea atacado por una columna de hormigas soldado, esas
luchadoras de cabeza y mandíbulas aparatosas capaces de despiezar a
sus presas en instantes. Cuando el coleóptero se encontró rodeado
de aquel furioso tropel de insectos, inflamó los élitros sobre la
tierra, giró su cuerpo y emprendió un vuelo torpe, medroso, sin
apenas poder desprenderse de su lastre de patas y mandíbulas ajenas.
El muchacho de las mejillas pálidas emitió una risa honda, casi sin
abrir los labios, como un ronquido incrédulo, satisfecho ante los
apuros del escarabajo por salvar su vida. Sabía que el caparazón
quitinoso del dorso lo hacía inexpugnable, pero también sabía que
por la zona del vientre resultaba vulnerable. Y ahí era precisamente
donde las hormigas concentraban sus dentelladas. El vuelo del
coleóptero apenas superó el par de metros. Su cuerpo cayó con un
rumor de madera astillada sobre las matas de calabacines, entre un
revoltijo de artejos, antenas y mandíbulas laboriosas.
Su
pericia en el arte de atormentar seres vivos le provocó un escozor
de agujas en las sienes. Ya había sido suficiente. Recogió el
escarabajo, lo liberó de las hormigas aferradas a sus patas, lo
depositó en la caja de cartón y se dirigió con él al viejo
almacén de su padre. Allí rellenó un frasco de cristal con
alcohol, introdujo dentro al desdichado insecto y, tras cerrar el
tapón de rosca, lo convirtió en su sepultura. Una agitación breve
de artejos precedió a la inmovilidad de la muerte. El coleóptero
quedó allí, amortajado en aquel líquido transparente, su caparazón
destellando en tonos de caoba, o de ámbar, o de cobre ante los hilos
de sol que penetraban por la ventana. Las pupilas del muchacho
destellando con los mismos brillos del salitre, su rostro pegado al
frasco, las mejillas ligeramente enrojecidas por la emoción inefable
de aquel momento. Con su mejor letra, escribió en una pegatina
“Escarabajo rinoceronte” y los dígitos de la fecha del sepelio,
la adhirió al cristal del frasco y dejó éste en la estantería,
acumulando polvo e impotencia. También treinta y cinco, tal vez
treinta y seis años de olvido.
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Hacía demasiado tiempo que no
pisaba el pueblo. La muerte de su padre le había sorprendido en
Londres, en ese trabajo tan bien remunerado como jefe del servicio de
seguridad de la embajada española, un caserón albarizo ubicado en
el número 39 de Chesham Place, entre Hyde Park y Buckingham Palace.
Pascual era policía nacional y entre sus cometidos se encontraba el
de garantizar que los desplazamientos oficiales y privados del
embajador y de su familia transcurrieran ajenos a cualquier
incidente. Esa tarde, tras conocer la noticia, tomó el avión de las
siete y cuarto con destino a Barajas. Durante el vuelo tuvo tiempo de
pensar. Quizá en el pueblo creyeran que no había sido un buen hijo.
Un buen hijo no ignora a sus padres durante casi treinta y seis años,
los años transcurridos desde que se marchó, tras la última de las
discusiones -aquella en la que volaron todos los objetos de cristal y
loza de la casa-, a buscarse la vida en los arrabales de la ciudad.
Él era entonces un muchacho de mejillas pálidas y bigote
incipiente, un chaval que llevaba demasiado tiempo pergeñando cuál
sería el momento de largarse de aquel maldito pueblo y poder así
prosperar, lejos, muy lejos de la servidumbre de unas tierras que su
padre reunió dilapidando tesón y sacrificio. Un desagradecido, eso
es lo que eres, un condenado desagradecido. Lárgate de una puñetera
vez si es lo que quieres, pero no se te ocurra volver por aquí...
Fueron las últimas palabras que le dirigió su padre, las mismas
palabras que ahora retornaban para intentar clavarse, con un frío de
hierros oxidados, en ese pedrusco de basalto que tenía por corazón.
Apoyó el mentón sobre el dorso de la mano y perfiló una sonrisa
que quedó allí, helada, en la encrucijada de sus mejillas pálidas,
sí, ya era hora de que aquel viejo estúpido le dejara en paz y se
largara con sus consejos, sus monsergas y sus frases lapidarias lejos
de este condenado mundo.
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La
casa de piedra caliza. La puerta ensamblada en madera de roble. El
zaguán, la cocina, la lumbre apagada. Su alcoba. Su mirada, sobre
las mejillas pálidas, restregándose sobre aquel pasado infantil y
adolescente que le esperaba en un muestrario inmóvil, ajeno al
discurrir del tiempo: la ventana de cristales viejos, de esos que
distorsionan el paisaje y convierten los árboles y los sembrados en
imágenes ondulantes; las canicas, los indios de plástico acosando
las empalizadas del fuerte, la diana y los dardos, la escopeta de
aire comprimido, el tirachinas. Su colección de huevos de pájaros,
los moteados de la urraca, los azules del estornino, los blancos de
la tórtola. Sobre la mesilla de noche, un papel doblado que sus
manos recogen con delicadeza, como si fuera a convertirse a su
contacto en un rimero de cenizas blancas. Es la letra de su padre,
una caligrafía adusta, apretada, con trazos tenaces que dejan huella
en el reverso del papel. Sus pupilas abismadas, como empeñadas en
desentrañar el enigma apostado en aquellas frases escritas por un
anciano que conoce el desenlace cierto de su enfermedad:
“Ahora todo es tuyo, haz lo
que quieras con ello, véndelo – el vecino con el que comparto
linderos estará encantado de quedarse con las tierras- o quémalo si
crees que debes hacerlo. Sólo te pido una cosa: pásate antes por el
almacén”.
El
almacén. La puerta chapada de cinc. El gemido de los pernios
arañando el polvo, la penumbra, el silencio. La sonrisa escarchando
aún la encrucijada de sus mejillas pálidas. Al fondo, en la
estantería, los últimos hilos del sol de la tarde inciden sobre el
frasco de cristal, despertando reflejos de caoba, o de ámbar, o de
cobre en el cuerpo del escarabajo. Su mirada parece dudar ante la
belleza indeleble del insecto antes de trasladarse al contenido del
tarro contiguo, alcohol embebiendo dos pequeños despojos del mismo
color de la arcilla. La sonrisa helada se deshace en regajos de
incredulidad al leer la etiqueta que cuelga de la tapa del frasco. Es
la letra de su padre, de nuevo, con la fecha y los pormenores de la
intervención. Sus mejillas pálidas tiemblan con espasmos leves. Sus
manos se entrelazan y se retuercen hasta blanquearse los nudillos.
Crujen las coyunturas de los dedos. Los párpados, al cerrarse,
enmudecen esos reflejos de salitre que lastran su mirada desde niño.
Se saca la camisa para palparse las dos cicatrices que tatúan su
zona lumbar, intentando asimilar lo sucedido. Su padre jamás le
habló de eso. El hombre busca en el bolsillo el sobre que contiene
el certificado de defunción, sí, ahí han consignado la causa de la
muerte, insuficiencia renal crónica. Pascual no sabe muy bien lo que
es eso. Lo único que sabe es que los riñones atrofiados que le
extrajeron de niño reposan en el almacén, amortajados en alcohol,
ajenos al tiempo y al silencio. Lo que ya jamás podrá averiguar es
si su padre continuaría ahora con vida de no haber donado a su hijo
enfermo, a su hijo de nueve años, uno de sus riñones. Un órgano
que le ha permitido continuar existiendo, y hacerse adolescente, y
marcharse de casa por entre un estropicio de loza y cristal, y ganar
las oposiciones al cuerpo de policía nacional, y dedicarse a ese
trabajo tan bien remunerado como jefe de seguridad en un caserón
albarizo que alberga la embajada española en la capital de Gran
Bretaña. Y maldecir a su padre. Maldecirle durante más de treinta y
cinco años.
Magnífico!
ResponderEliminarMe ha gustado la primera parte después demasiado previsible. Ay estos hijos que sólo vuelven por el dinero.
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