LA RECADERA DE LORCA
Primer
Premio
Autor:
Juan de Molina
Me
llamo Martina, aunque los que me conocen me llaman Regadera. Lo que
más me gusta es leer y escribir. Voy a la escuela de adultos y
aspiro a ingresar algún día en la universidad. La vocación me
viene de Federico. Era tan sensible y escribía tan bien. Luego pasó
lo que pasó. Le tenían mucha envidia.
Siendo
muy niña, yo entraba a su casa a llevarle la ropa planchada, y me
quedaba mirando todas las cosas que él hacía de esa manera tan
delicada y alegre.
Un
día, mientras dibujaba en un cuaderno de rayas sus dibujos tan
especiales, se quedó en suspenso. Luego me miró muy quedo y me
dijo:
-¿Quieres
ir, linda Martina, a comprarme una goma de borrar al colmado de la
Lirio?
Él
hablaba así de bien, como en las radionovelas. Yo salí a la calle
muy contenta de poder serle útil. Cuando volví con la goma, él
volvió a mirarme muy fijo. Se besó lentamente la yema de su dedo
índice y luego lo acercó hasta mis labios. Yo sentí un cosquilleo.
Él me dijo sonriendo:
-Desde
hoy serás mi recadera.
-¿Qué
es una regadera,
Federico? –dije yo.
Federico
comenzó a reírse como nunca lo había visto.
-Ay,
Martina, qué divertida eres.
Yo
me encogí de hombros. No sabía que fuese divertida. De hecho, en mi
casa pasaba por sosa.
-Esta
niña –decía mi padre de vez en vez-, siempre callada, rumiando
como una vaca.
De
repente, la risa de Federico se fue como había llegado, sin avisar.
Su rostro se volvió serio. Se levantó de la silla y me apuntó con
el índice donde un momento antes se había posado la mariposa de sus
labios, y que ahora parecía un cuchillo.
-Híncate
de rodillas –dijo, muy solemne, aunque el brillo de su mirada
desmentía la severidad de su voz.
Yo
lo obedecí. Él cogió una regla de la mesa y, moviéndola
alternativamente de un hombro al otro, continuó:
-Yo
te nombro Regadera, caballero principal de la Real Orden de
Mensajería de la Vega de Granada.
-
Pero, Federico –repliqué yo, contraviniendo los consejos de mi
madre, que siempre me decía que no replicara al señorito, ya que mi
padre trabajaba en las tierras de su progenitor-, los caballeros son
hombres.
-¿Osas
replicarme, Regadera, acaso no sabes que nadie se conoce a sí mismo,
o es que tú sabes quién eres? Levántate y anda –dijo, y yo le
obedecí al instante y me puse a dar vueltas de un lado a otro de la
habitación. Federico se desternillaba de la risa.
-Pero
qué graciosa eres, Regadera –me decía entre carcajadas.
Muchos
años después, cuando ya vivía subyugada por el gratificante placer
de la lectura, la historia bíblica del Lázaro redivivo y de los
caballeros del rey Arturo me hicieron comprender cuan de ilustrado
era Federico, y eso hizo que mi admiración por él se acrecentara.
Por
aquel entonces, yo vivía en una nube. Siempre encontraba ocasión
para escaparme a casa de los señores, aunque no tuviese ropa
planchada que llevar, y allí encontraba a Federico inventando
historias para sus teatrillos. Y él siempre encontraba ocasión para
hacerme algún encargo: un cuaderno, un tintero, una barra de
regaliz.
Un
día me propuso participar en una de sus obras.
-¿Quieres
ser mariposa, libélula o sargento de la Guardia Civil? –dijo.
-Sargento
de la Guardia Civil –contesté yo, sin dudarlo.
-Ay,
Regadera, ¿qué amargo secreto anida en tu corazón?
Su
mano se había posado en mi cabeza y me zarandeó el pelo. Y yo sentí
una tibieza desconocida, un dulce estremecimiento. Como no sabía qué
quería decirme con sus palabras, sólo atiné a decirle que no sabía
leer.
-No
te preocupes –me dijo-, sólo tendrás que decir: “Alto ahí.”
Aunque, eso sí, tienes que decirlo con voz muy seria, como si
estuvieses enfadada. Ah, y procura que te salga voz de hombre.
El
día de la función, me vistieron con unas ropas que parecían un
uniforme y me colocaron un gorro de papel. Me recogieron las trenzas
en el colodrillo y me pintaron un enorme bigote con betún. Yo estaba
muy nerviosa, porque en el salón estaba don Federico y doña
Vicenta, la señorita Conchita y el señorito Paquito y todos los
invitados de esa jornada. Mis padres no pudieron acudir, debido a sus
ocupaciones, pues, aunque era domingo, mi padre estaba en la
remolacha y mi madre atendiendo la plancha.
Recuerdo
que todo salió como Federico quería. Él era muy talentoso, y
habíamos ensayado con mucha dedicación. Cuando me tocó salir a
escena, levanté una mano, saqué la voz del estómago y dije con
gravedad: “Alto ahí.” Debí hacerlo muy bien, pues todos se
reían de lo lindo. Cuando lo conté en casa, mis hermanos escucharon
mi historia con la boca abierta de admiración, pero mis padres no se
inmutaron. Mi padre movió la cabeza de un lado a otro y no dijo
nada. Mi madre se limitó a decirme que avivara el hornillo para
preparar la cena.
Le
debo mucho a Federico. Tuvo mucha paciencia conmigo. Por alguna
razón, yo le caía bien, y él se propuso enseñarme a leer. Era muy
divertido. De él aprendí la palabra cristobita y cachiporra,
mariposa y cascabel, y tantas otras.
Me
regaló un cuaderno de rayas y pastas azules, un cuaderno que me
mandó a comprar en el colmado de la Lirio. Un cuaderno que, aún
hoy, a la vuelta de los siglos, conservo como una preciada reliquia.
En él escribió una primera palabra. La recuerdo muy bien. Era la
palabra amor.
-Ahora,
escríbela tú –dijo.
-Pero,
yo no sé escribir –dije.
-¿Sabes
dibujar? –dijo él.
-Dibujar,
sí.
-Pues,
entonces, dibújala.
Era
un método sencillo. De ese modo, junto a su letra menuda y pareja,
yo iba dibujando mis grafías enormes e irregulares. Pero él era muy
paciente y me alentaba mucho. Unas veces me aplaudía y otras me
posaba su mano en el hombro y ejercía una ligera presión, y yo
volvía a sentir ese grato estremecimiento que me nacía en el
estómago y se desparramaba hacia las extremidades como un arroyo
crecido. Muchos años después, cuando yo ya leía todo lo que caía
en mis manos y una vez leí: “De
los álamos vengo, madre, de ver cómo los mueve el viento”,
me imaginaba el suave temblor de las frondas de los árboles de la
ribera y lo comparaba al placentero cimbrear que notaba en mi cuerpo
cuando Federico lo tocaba con sus manos prodigiosas.
Por
alguna razón, después de que hiciera el papel de sargento de la
Guardia Civil, sentía que me gustaba vestirme con los pantalones de
mis hermanos. Y, aunque mi madre me invitaba a que me los quitase,
argumentando que esa era ropa de niño, mi padre, más drástico, o
más bruto, se limitaba a gritarme y, en el peor de los casos, si yo
osaba replicarle desde mi inocencia, el rigor de su argumentación en
forma de bofetada me fue convenciendo de que había dos realidades:
la que estaba empezando a descubrir en mi interior y la que corría
paralela fuera de mí. La primera, confusa y angustiosa, y, la
segunda, firme y compacta como una roca y desprovista de cualquier
forma de empatía o comprensión.
Con
el tiempo, Federico se había hecho mayor, y su padre lo mandó a
Madrid a estudiar. Así que yo dejé de entrar en su casa, si no era
para llevar la ropa planchada. Me había quedado sin papeles que
representar y sin recados que atender. Pero me quedaba su cuaderno,
que yo abría al azar, cada día, y donde encontraba palabras como
luna y gitano, hierbabuena y lagarto, arcángel y fragua, aceituna y
alforja, recadera y mariposa.
Recuerdo
que, después de un sinfín de palabras hermosas, que volaban a su
albedrío como alondras sin amo, comenzamos a juntarlas.
-¿Qué sería de nosotros si
viviésemos solos en el mundo? ¿No te parece muy triste? ¿Te
imaginas a Adán sin Eva en el Paraíso, o a Eva sin Adán? No sería
un paraíso, ni siquiera un vergel, sino, más bien, un erial cuajado
de punzantes cardos, un páramo yermo de angustia y desolación. Las
palabras, como las personas, cuando se juntan, descubren un universo
lleno de posibilidades -me dijo en una ocasión, con esas mismas o
muy parecidas palabras.
Y, aunque yo no lograba entender
el significado de lo que me decía, sí recuerdo nítidamente sus dos
primeras frases, sin necesidad de acudir al cuaderno para refrescar
mi memoria. Esas dos frases que, hoy, después del tiempo
transcurrido, cobran tanto sentido para mí. “Yo amo.” “Tú
amas.” Siguieron muchas más, claro, y cada vez más complejas,
pero esas dos primeras frases eran toda una declaración de
intenciones, aunque eso lo supe mucho después, cuando él ya no
estaba físicamente en este mundo, y, sin embargo, y a pesar de los
que quisieron silenciarle con tanta crueldad y alevosía, ay, seguía
estando tan presente y vivo a través del legado de su hermosísima
obra.
Me
gusta escribir, ya lo he dicho al principio. Y aún más me gusta
leer. Y todo se lo debo a Federico. Él me inoculó el veneno del
amor por las letras. Cuando abro el cuaderno azul y veo sus páginas,
que el tiempo ha vuelto amarillas, siento que le debo todo cuanto
soy, si es que soy algo. Yo también, como él, me vine un día a
Madrid. Necesitaba encontrarme a mí mismo, saber quién era en
realidad. Y, aunque corren tiempos convulsos, se percibe en el aire
una cierta apertura. La democracia ha venido, y nadie sabe cómo ha
sido, me digo para mis adentros y me sonrío. Sí, la democracia ha
llegado para quedarse, a pesar de Tejero y de los que piensan como
él.
Después de transcurridos unos
años del intento del Golpe de Estado, el aire de la libertad recorre
las calles y se cuela en las casas y en los corazones como un
bálsamo. Como lo demuestra la reciente publicación de la obra
póstuma de Federico, de los versos del amor que no dice su nombre.
Yo, por mi parte, a pesar de mis
años, aún sigo albergando dudas, y no sé si algún día daré el
gran paso. Mientras tanto, la continua relectura de mi cuaderno de
páginas amarillas y el hombre angustiado que adivino en los Sonetos
del amor oscuro, me
ayudan a seguir erguido, aunque tembloroso, como los álamos de las
riberas, como los enhiestos chopos de mi Vega amada, como los árboles
altos de mi Vega, nunca del todo perdida.