domingo, 19 de junio de 2022

Primer premio del LI Concurso Internacional de Cuentos de Guardo

 

LA RECADERA DE LORCA

Primer Premio

Autor: Juan de Molina


Me llamo Martina, aunque los que me conocen me llaman Regadera. Lo que más me gusta es leer y escribir. Voy a la escuela de adultos y aspiro a ingresar algún día en la universidad. La vocación me viene de Federico. Era tan sensible y escribía tan bien. Luego pasó lo que pasó. Le tenían mucha envidia.

Siendo muy niña, yo entraba a su casa a llevarle la ropa planchada, y me quedaba mirando todas las cosas que él hacía de esa manera tan delicada y alegre.

Un día, mientras dibujaba en un cuaderno de rayas sus dibujos tan especiales, se quedó en suspenso. Luego me miró muy quedo y me dijo:

-¿Quieres ir, linda Martina, a comprarme una goma de borrar al colmado de la Lirio?

Él hablaba así de bien, como en las radionovelas. Yo salí a la calle muy contenta de poder serle útil. Cuando volví con la goma, él volvió a mirarme muy fijo. Se besó lentamente la yema de su dedo índice y luego lo acercó hasta mis labios. Yo sentí un cosquilleo. Él me dijo sonriendo:

-Desde hoy serás mi recadera.

-¿Qué es una regadera, Federico? –dije yo.

Federico comenzó a reírse como nunca lo había visto.

-Ay, Martina, qué divertida eres.

Yo me encogí de hombros. No sabía que fuese divertida. De hecho, en mi casa pasaba por sosa.

-Esta niña –decía mi padre de vez en vez-, siempre callada, rumiando como una vaca.

De repente, la risa de Federico se fue como había llegado, sin avisar. Su rostro se volvió serio. Se levantó de la silla y me apuntó con el índice donde un momento antes se había posado la mariposa de sus labios, y que ahora parecía un cuchillo.

-Híncate de rodillas –dijo, muy solemne, aunque el brillo de su mirada desmentía la severidad de su voz.

Yo lo obedecí. Él cogió una regla de la mesa y, moviéndola alternativamente de un hombro al otro, continuó:

-Yo te nombro Regadera, caballero principal de la Real Orden de Mensajería de la Vega de Granada.

- Pero, Federico –repliqué yo, contraviniendo los consejos de mi madre, que siempre me decía que no replicara al señorito, ya que mi padre trabajaba en las tierras de su progenitor-, los caballeros son hombres.

-¿Osas replicarme, Regadera, acaso no sabes que nadie se conoce a sí mismo, o es que tú sabes quién eres? Levántate y anda –dijo, y yo le obedecí al instante y me puse a dar vueltas de un lado a otro de la habitación. Federico se desternillaba de la risa.

-Pero qué graciosa eres, Regadera –me decía entre carcajadas.

Muchos años después, cuando ya vivía subyugada por el gratificante placer de la lectura, la historia bíblica del Lázaro redivivo y de los caballeros del rey Arturo me hicieron comprender cuan de ilustrado era Federico, y eso hizo que mi admiración por él se acrecentara.

Por aquel entonces, yo vivía en una nube. Siempre encontraba ocasión para escaparme a casa de los señores, aunque no tuviese ropa planchada que llevar, y allí encontraba a Federico inventando historias para sus teatrillos. Y él siempre encontraba ocasión para hacerme algún encargo: un cuaderno, un tintero, una barra de regaliz.

Un día me propuso participar en una de sus obras.

-¿Quieres ser mariposa, libélula o sargento de la Guardia Civil? –dijo.

-Sargento de la Guardia Civil –contesté yo, sin dudarlo.

-Ay, Regadera, ¿qué amargo secreto anida en tu corazón?

Su mano se había posado en mi cabeza y me zarandeó el pelo. Y yo sentí una tibieza desconocida, un dulce estremecimiento. Como no sabía qué quería decirme con sus palabras, sólo atiné a decirle que no sabía leer.

-No te preocupes –me dijo-, sólo tendrás que decir: “Alto ahí.” Aunque, eso sí, tienes que decirlo con voz muy seria, como si estuvieses enfadada. Ah, y procura que te salga voz de hombre.

El día de la función, me vistieron con unas ropas que parecían un uniforme y me colocaron un gorro de papel. Me recogieron las trenzas en el colodrillo y me pintaron un enorme bigote con betún. Yo estaba muy nerviosa, porque en el salón estaba don Federico y doña Vicenta, la señorita Conchita y el señorito Paquito y todos los invitados de esa jornada. Mis padres no pudieron acudir, debido a sus ocupaciones, pues, aunque era domingo, mi padre estaba en la remolacha y mi madre atendiendo la plancha.

Recuerdo que todo salió como Federico quería. Él era muy talentoso, y habíamos ensayado con mucha dedicación. Cuando me tocó salir a escena, levanté una mano, saqué la voz del estómago y dije con gravedad: “Alto ahí.” Debí hacerlo muy bien, pues todos se reían de lo lindo. Cuando lo conté en casa, mis hermanos escucharon mi historia con la boca abierta de admiración, pero mis padres no se inmutaron. Mi padre movió la cabeza de un lado a otro y no dijo nada. Mi madre se limitó a decirme que avivara el hornillo para preparar la cena.


Le debo mucho a Federico. Tuvo mucha paciencia conmigo. Por alguna razón, yo le caía bien, y él se propuso enseñarme a leer. Era muy divertido. De él aprendí la palabra cristobita y cachiporra, mariposa y cascabel, y tantas otras.

Me regaló un cuaderno de rayas y pastas azules, un cuaderno que me mandó a comprar en el colmado de la Lirio. Un cuaderno que, aún hoy, a la vuelta de los siglos, conservo como una preciada reliquia. En él escribió una primera palabra. La recuerdo muy bien. Era la palabra amor.

-Ahora, escríbela tú –dijo.

-Pero, yo no sé escribir –dije.

-¿Sabes dibujar? –dijo él.

-Dibujar, sí.

-Pues, entonces, dibújala.

Era un método sencillo. De ese modo, junto a su letra menuda y pareja, yo iba dibujando mis grafías enormes e irregulares. Pero él era muy paciente y me alentaba mucho. Unas veces me aplaudía y otras me posaba su mano en el hombro y ejercía una ligera presión, y yo volvía a sentir ese grato estremecimiento que me nacía en el estómago y se desparramaba hacia las extremidades como un arroyo crecido. Muchos años después, cuando yo ya leía todo lo que caía en mis manos y una vez leí: “De los álamos vengo, madre, de ver cómo los mueve el viento”, me imaginaba el suave temblor de las frondas de los árboles de la ribera y lo comparaba al placentero cimbrear que notaba en mi cuerpo cuando Federico lo tocaba con sus manos prodigiosas.

Por alguna razón, después de que hiciera el papel de sargento de la Guardia Civil, sentía que me gustaba vestirme con los pantalones de mis hermanos. Y, aunque mi madre me invitaba a que me los quitase, argumentando que esa era ropa de niño, mi padre, más drástico, o más bruto, se limitaba a gritarme y, en el peor de los casos, si yo osaba replicarle desde mi inocencia, el rigor de su argumentación en forma de bofetada me fue convenciendo de que había dos realidades: la que estaba empezando a descubrir en mi interior y la que corría paralela fuera de mí. La primera, confusa y angustiosa, y, la segunda, firme y compacta como una roca y desprovista de cualquier forma de empatía o comprensión.


Con el tiempo, Federico se había hecho mayor, y su padre lo mandó a Madrid a estudiar. Así que yo dejé de entrar en su casa, si no era para llevar la ropa planchada. Me había quedado sin papeles que representar y sin recados que atender. Pero me quedaba su cuaderno, que yo abría al azar, cada día, y donde encontraba palabras como luna y gitano, hierbabuena y lagarto, arcángel y fragua, aceituna y alforja, recadera y mariposa.

Recuerdo que, después de un sinfín de palabras hermosas, que volaban a su albedrío como alondras sin amo, comenzamos a juntarlas.

-¿Qué sería de nosotros si viviésemos solos en el mundo? ¿No te parece muy triste? ¿Te imaginas a Adán sin Eva en el Paraíso, o a Eva sin Adán? No sería un paraíso, ni siquiera un vergel, sino, más bien, un erial cuajado de punzantes cardos, un páramo yermo de angustia y desolación. Las palabras, como las personas, cuando se juntan, descubren un universo lleno de posibilidades -me dijo en una ocasión, con esas mismas o muy parecidas palabras.

Y, aunque yo no lograba entender el significado de lo que me decía, sí recuerdo nítidamente sus dos primeras frases, sin necesidad de acudir al cuaderno para refrescar mi memoria. Esas dos frases que, hoy, después del tiempo transcurrido, cobran tanto sentido para mí. “Yo amo.” “Tú amas.” Siguieron muchas más, claro, y cada vez más complejas, pero esas dos primeras frases eran toda una declaración de intenciones, aunque eso lo supe mucho después, cuando él ya no estaba físicamente en este mundo, y, sin embargo, y a pesar de los que quisieron silenciarle con tanta crueldad y alevosía, ay, seguía estando tan presente y vivo a través del legado de su hermosísima obra.


Me gusta escribir, ya lo he dicho al principio. Y aún más me gusta leer. Y todo se lo debo a Federico. Él me inoculó el veneno del amor por las letras. Cuando abro el cuaderno azul y veo sus páginas, que el tiempo ha vuelto amarillas, siento que le debo todo cuanto soy, si es que soy algo. Yo también, como él, me vine un día a Madrid. Necesitaba encontrarme a mí mismo, saber quién era en realidad. Y, aunque corren tiempos convulsos, se percibe en el aire una cierta apertura. La democracia ha venido, y nadie sabe cómo ha sido, me digo para mis adentros y me sonrío. Sí, la democracia ha llegado para quedarse, a pesar de Tejero y de los que piensan como él.

Después de transcurridos unos años del intento del Golpe de Estado, el aire de la libertad recorre las calles y se cuela en las casas y en los corazones como un bálsamo. Como lo demuestra la reciente publicación de la obra póstuma de Federico, de los versos del amor que no dice su nombre.

Yo, por mi parte, a pesar de mis años, aún sigo albergando dudas, y no sé si algún día daré el gran paso. Mientras tanto, la continua relectura de mi cuaderno de páginas amarillas y el hombre angustiado que adivino en los Sonetos del amor oscuro, me ayudan a seguir erguido, aunque tembloroso, como los álamos de las riberas, como los enhiestos chopos de mi Vega amada, como los árboles altos de mi Vega, nunca del todo perdida.


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