"Mi versión de los hechos", Ernesto Sagüillo Tejerina
Contemplar su bello rostro es la única relajación. Un dulce bálsamo. Son muchas horas sentados. Sin descanso. No soporto esta tensión. La densa incertidumbre. El ambiente cargado, espeso. Al menos, está ella. Ahí. Al otro lado de la mesa rectangular. A poco más de dos metros de mí…
Si, descuidada, torna sus delicados ojos hacia el lugar que ocupo, yo retiro los míos. No quiero que sospeche de mis sentimientos. Sé que es un deseo inalcanzable que no atravesará el muro de mis labios. Como tantas veces. Y al que se impone un plazo preclusivo. Cuando salgamos de esta habitación, cada uno seguirá con su vida. El reencuentro será imposible. Si me atreviese a pedirle su número de teléfono... Con cualquier disculpa. Qué sé yo. Que trabajo como vendedor de enciclopedias. O que soy deshollinador de chimeneas… ¡Vaya tontería! Hoy nadie compra enciclopedias ni deshollina chimeneas.
La frágil esperanza es que el debate se prolongue indefinidamente. Como el decimal periódico de una división. Hasta que los demás desfallezcan y quedemos solos. Así podría estar más cerca de ella. Notar su aroma. Devolver sin temor esa mirada limpia. Escuchar el tono pausado, melodioso, sensual de su voz. Ilusionarme con un idílico futuro en común…
De repente, abandono mi meditación. Noto que soy el objeto de atención. Ocho pares de ojos se fijan en mí como quien está presto a afilar la hoja de su cuchillo y dirigirla contra el culpable de sus males.
-Félix, ¿es que no nos escucha? Le hablamos y no contesta.
-Perdón. No me había enterado. Es que el cansancio me vence. Llevamos tanto tiempo aquí.
-Sí, por supuesto. Nosotros estamos igual. Queremos terminar. Por eso, le preguntábamos si ha reconsiderado su posición anterior. Debemos votar de nuevo.
Guardo un nervioso silencio. Todo empezó unos meses atrás. Con una carta. Al membrete se pegaba el papel rosado de un acuse de recibo. Una cita con día y hora. Debía presentarme personal y obligatoriamente. Me informaban de que podía alegar. ¿Qué aduciría? Acaso podría pedir un informe médico. A veces, me siento extraño, como que no soy yo. Me invade una sensación de desconexión. De pérdida de conciencia. No soportaría ver más médicos. He sufrido a bastantes en estas largas jornadas de mi prolongado otoño. No había alternativa. Acudir.
Han sido varios días de sesiones maratonianas.
-Ahora deben cumplir con su misión. Alea jacta est. Ustedes pasan a ser los protagonistas -las palabras han salido firmes desde la mesa presidencial. Como un presentador de televisión que encomienda a los participantes de un concurso resolver un intrincado acertijo. La impostada prestancia y la rotunda seguridad de los gestos de la mujer que preside casan con la solemnidad de la levita negra acharolada y la delgada corbata del mismo tono.
Abrumados por el intangible peso de la responsabilidad, desfilamos ordenadamente ante atentos espectadores que tratan de adivinar nuestro dictamen. Sigo disciplinado el paso de mis atribulados compañeros. Nos internamos tras la puerta del habitáculo contiguo. Frente a las amplias dimensiones de la precedente, esta habitación es recoleta, estrecha. Carente de cualquier adorno o signo que revele su función. Nueve sillas con respaldo acolchado en torno a una mesa biselada por todo mobiliario. Cada uno de nosotros, meditabundo, ocupa un asiento. Otra puerta se abre en la pared lateral. En la del fondo, abuhardillada, una pequeña ventana en forma de ojo de buey permite la entrada de luz natural.
El auxiliar ha pronunciado nuestros nombres uno por uno. Antes de abandonar la habitación, nos desea una pronta decisión. Sus hijas le esperan en casa y no querría que se le hiciera tarde. Luego no quieren cenar y le dan la noche. Cierra la puerta. Quedamos aislados. El mundo sigue a un lado y nosotros estamos, solos, al otro. Conforme nos vamos aposentando, uno saca unas notas manuscritas, otro, una hoja en blanco y un bolígrafo de tinta roja, una tercera lee unas frases en un papel, una más lanza un suspiro. Un hombre de mediana edad y rostro abotargado toma la palabra.
-Ya lo han oído. Lo primero es elegir un portavoz.
Nadie lo discute. Él será el portavoz. La chica joven sentada a su derecha, ella precisamente tenía que ser, es la primera en romper el hielo.
-Yo lo veo claro, amigos. Las pruebas son suficientes.
Se abre un incómodo silencio. La incertidumbre se apodera del ambiente. Una mayoría baja la cabeza. No parecen convencidos. Alguien tendría que contestar. Debería ser yo. Sería la oportunidad de demostrar lo que siento. Podría decir: sí, has estado perfecta, maravillosa, haremos lo que tú digas. Pasados unos instantes, es un atractivo maduro, de rasgos armoniosos, perfectamente rasurado y arreglado, con marcada raya a un lado de su cabello, el encargado de la réplica:
-Pues yo estoy de acuerdo. Sí, ha habido alguna pequeña contradicción. Al final, nadie estaba presente cuando sucedió el hecho. Pero llegó la policía y encontró al acusado por allí.
Se me ha adelantado. Ella lo mira arrobada. Él sí sabe cómo conquistar a la chica. Debo reaccionar. He quedado desplazado en un vértice de la mesa. Se están equivocando. Ahora me doy cuenta. No puedo dejarme llevar por la fascinación. Alzo la voz.
-Yo, eeeh -toso brevemente. No consigo disimular mis nervios. Detesto hablar ante un auditorio desconocido-, yo… no estoy de acuerdo. Las pruebas son circunstanciales. No concluyentes. Conozco bien el barrio. Vivo en las inmediaciones. El autor pudo esconderse. O escapar antes de la llegada de la policía.
Recibo miradas inyectadas en desagrado. Los demás exponen sus opiniones. Un par de colegas me muestran, si no su apoyo decidido, sí el beneficio de la duda. Entre ellos, el portavoz. El resto está decididamente con la chica. ¡Qué me hubiera costado quedarme callado! Ella me ignora. He sepultado cualquier esperanza.
Cada uno se enroca en su posición. Se reiteran idénticos motivos y reproches. Yo aguardo abstraído. Pienso en lo que haré mañana cuando no tenga que volver. Cuando ya no la vea.
Embarcados en un intercambio estéril, nadie altera su postura. Los nervios van en aumento. Uno de los hombres, ausentado con la excusa de ir al baño, no puede ocultar el olor a tabaco. Una mujer llama al auxiliar y demanda un botellín de agua. El único vínculo con el exterior es la abertura del ojo de buey. Una gaviota atraviesa en dirección al puerto. Dos lejanos aviones se cruzan y dejan sobre el cielo la estela de sus motores. Las nubes grises avanzan imparables y aventuran otro atardecer lluvioso. Si me acerco más, alcanzo a divisar los picos de las montañas, perlados por salteados cercos de nieve. Una columna de humo parte de la enhiesta chimenea de la siderurgia. Las hojas de los álamos baten arrastradas por el viento del nordeste. El despreocupado griterío de niños uniformados bulle desde el parque infantil.
El portavoz nos invita a volver a la contienda. Toma la iniciativa.
-Repasemos lo sucedido en el juicio. Prueba a prueba. Somos un jurado y nuestra obligación es emitir un veredicto. ¿Es que no se acuerdan de lo que nos dijo la magistrada? “Ustedes están capacitados”.
Regresamos mentalmente a la sala grande. En la escena inicial, nos habían colocado en uno de los lados del estrado, alineados en un par de bancos, el segundo ligeramente elevado sobre el delantero. En este carnaval, los otros intervinientes, sentados enfrente nuestro, habían elegido idéntico disfraz. Se sucedían en el turno de palabra. Disertaban con convicción. Aunque sus tesis eran contrapuestas, conseguían, como hábiles vendedores, que asintiésemos a sus peroratas. Por momentos me distraía. En la primera fila, ligeramente a mi izquierda, me percaté de la joven. Fue entonces cuando puse los ojos en ella. En el pelo, primorosamente rubio y peinado en ligeras ondas. En los pendientes de aro que colgaban tentadores. En su grácil cuello. La mejilla que quedaba a la vista era suave, sonrosada. La más cercana de sus pobladas pestañas me ocultaba el brillo marino que, más tarde, descubriría en sus ojos. Ella se giró un instante. Quizá se sentía espiada. Seguro que también los demás se percataron de mi imperdonable indiscreción. Y el público. Y tal vez la presidente. Debía concentrarme en los discursos.
En la esquina del estrado, un hombre asistía indiferente. Él no llevaba disfraz. Vestía una camisa levemente raída y un jersey a cuadros pasado de moda. Apenas podía mover las manos. Al intentar levantarlas, resultó tenerlas sujetas por las muñecas. Comprendí el juego. Los sentados a este lado decidiríamos sobre la vida del esposado. Me fijé más. El rostro se asemejaba al mío. Mirada triste. Nariz respingona. Boca pequeña. Una edad similar. Podría ser yo si no fuese por su barba. Una barba pelirroja, poblada, donde el largo pelo se ensortijaba no queriendo alejarse de la mandíbula. Callaron los otros y él se colocó frente a quien presidía. Depuso sin ánimo de duda. Como un actor que hubiese ensayado mil veces cada detalle.
-Yo no he sido. Lo juro por lo más sagrado -las lágrimas brotaban de sus ojos saltones.
Antes de comenzar la nueva votación, una voz interrumpe el silencio. Es ella.
-Bien. Algunos de ustedes han objetado que no hay testigos presenciales. El cadáver presentaba dos heridas de arma blanca y el acusado fue encontrado desarmado. Recuerden que nos han explicado la prueba indiciaria. Todos comprendemos lo que son los indicios -ella se está dirigiendo a mí y yo, avergonzado, simulo no oírla. No quiero sus reproches. Preferiría unas palabras cariñosas. Ella no me entiende-. El acusado estaba cercano al lugar donde apareció el cuerpo sin vida. Era noche cerrada y no se halló a nadie más por los alrededores. Mantenían mala relación. Había una condena previa por agresión. Tuvo tiempo de deshacerse del arma. Además, está esa testigo…
El seductor maduro continúa con su apoyo entusiasmado:
-Tiene razón. Y qué me dicen de esa versión que ha dado el acusado. Es increíble. Que él sólo pasaba por allí, que, entre las sombras, vio a alguien huir corriendo como una gacela. No le llamó la atención nada del fugado. No podía ofrecer datos de él. Es sencillamente insostenible. No tiene ningún apoyo.
Por la sala había desfilado un variado elenco. El tendero de la esquina que no podía creer lo sucedido. El policía avezado. El funcionario que controlaba la condicional del acusado. El amigo de la infancia que contó cómo aquel había caído en la mala vida. Un doctor orgulloso de sus conocimientos que admiró a la sala con sus términos rimbombantes y expresiones ininteligibles. Y la vecina curiosa quien, desde la oscuridad de su ventana, había reparado en el paso nervioso de alguien que, por su complexión, bien podía ser el esposado.
Quienes tomaron la palabra al principio protagonizaban el último acto. Me había prometido prestar atención a sus palabras. Imposible. Mi cabeza se negaba a seguir esos discursos. Trataban de cosas ajenas a mí. La vida, la muerte. A mí, no me interesa. ¡Qué más da! Hoy estoy vivo. Lo sé. Estoy seguro. ¿Y si merecía morir? La presidente nos arengó. Hablaba con afectación. Gustaba de palabras rebuscadas. Se valía de latines, como los curas cuando yo era niño.
-Da mihi factum dabo tibi ius. Se les ha instruido sobre su misión. Fijen los hechos. Recuerden que, para las decisiones favorables al acusado basta la mayoría simple, pero las contrarias a él necesitan de una mayoría cualificada de siete votos entre los nueve jurados.
Llega el momento culminante. El del acuerdo. El que pone fin a esta representación. El portavoz, indisimuladamente exultante tras mudar de opinión, proclama:
-Por fin hay quorum. Ocho votos a uno. El acusado es culpable -se dirige a mí-. Ya ve que se ha quedado solo, Félix. Reconozca que estábamos equivocados. Yo me he arrepentido a tiempo. Vamos a redactar el veredicto y esto habrá terminado.
Intento alzar la mirada decaída, vencida. De niño la ponderaban por su profundidad. Apagado su lustre por el imparable caer de los años, giro el cuello para que no se me oculte ninguno de los expectantes compañeros. Buscan si sigo inmutable en mi postura. Tal vez me crean si insisto. Si despliego la batería de argumentos. Si soy lo bastante hábil para hacer surgir en ellos la duda razonable. Quizá hasta ella recupere la confianza en mí. Ha llegado el momento de completar mi versión de los hechos.
Por un par de segundos, ensayo un gesto. Musito unas palabras. Nadie logra interpretar los susurros. Bajo los ojos. Renuncio a convencerlos. No me siento capaz. La votación es firme y la decisión está tomada. Mi voto nada vale. Sólo hay una razón y no la puedo dar. Él no podía ser porque había sido yo. FIN.
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