Del silencio y de la niebla
--Blas Laboira—
Autor: Manuel Arriazu Sada
A veces se echa la niebla y lo cubre todo. Es un cendal húmedo e inesperado que oculta a los ojos un paisaje de sobras conocido. Tal vez por eso nadie echa en falta lo que se oculta tras ella ya que saben que ha de regresar al poco el río con su escolta de álamos temblones, sus prados verdes, sus montañas escarpadas con su corona de nubes, los caminos de tierra pisada antaño por gentes que ya no están. Hilario Santyago conoce bien esta niebla que borra sus esperanzas de encontrar el camino de salida a este valle perdido. Nunca podrá ya abandonarlo, pasó su tiempo. Fueron muchos los que lograron desasirse de su querencia. Muy pocos regresan. Nadie, en realidad. El camino está ahí, pero hace ya mucho tiempo, demasiado, que nadie aparece, nadie trae un soplo de esperanza a este lugar sin nombre en el que vivir es ir muriendo. El camino se ha crecido de abrojos a fuerza de desuso.
En esta tierra olvidada siempre se respetó a los locos y a los muertos. A los muertos por lo que su memoria significa para quienes alguna vez fueron sus vivos, algunos lo siguen siendo a duras penas. A los locos porque entender las miserias del alma humana no es antídoto contra la propia locura y nadie está libre de caer en ella o en sus aledaños. Hay muchos modos de estar loco y andar revestido de una cordura que no es sino el hábito que permite vivir entre los cuerdos como si en realidad todos estuvieran contagiados por la misma sinrazón. Del mismo modo que hay infinitas maneras de estar muerto. Eso lo sabe bien Hilario Santyago.
Por eso los paisanos de este pueblo perdido entre los montes, escondido al final de una trocha que muy pocos se atreverían a seguir sin el temor de extraviarse definitivamente, han vivido siempre con la sensación de estar condenados a tomar, locos o cuerdos, esa misma senda. Un camino breve para los muertos, que lleva hasta el recodo del camposanto a los que se da tierra en un recinto escueto rodeado de tapias bajas de piedra y una cancela de hierro, siempre abierta. Desde la ladera, los ángeles custodios, vigilan el paso de los vivos. Son muchos los que se fueron yendo. No todos se iban muertos. Tomaron el camino para marchar y se iban vivos y no regresaban jamás. Aquí quedaban los viejos y los muertos. Locos o cuerdos.
Parientes tenía Hilario Santyago que tomaron el camino sin volver la vista atrás por miedo a convertirse en estatua de sal. A veces alguno regresa. Para volver a marcharse al poco, convencidos de que hicieron lo que debían, animando a los demás a seguir su senda. Otros miran pasar a los vivos, a los pocos vivos locos, a los pocos vivos cuerdos, desde la ladera de los cipreses y los ángeles custodios. A Hilario, en realidad ya no le quedan parientes entre los cuatro gatos que son en la aldea. Vive solo. Muy pocos tienen la suerte de no sufrir la soledad. Son un archipiélago de soledades por mucho que a veces se reúnan para tratar de mostrar lo contrario. De hecho es frecuente que sin saberlo anden contagiando a otros su propia soledad.
Por eso, en ocasiones, Hilario siente que no hace pie en la realidad, que se hunde sin tocar fondo, que se ha vuelto loco, de un modo definitivo. Sobre todo desde un tiempo acá. Por lo que le sucede cuando cae la niebla. Al principio pensó que no era sólo a él a quien le ocurrían aquellos encuentros inesperados. Creyó que a los demás también les sucedía. Pero no. Por eso se intuye tocado de una voluntad ajena a la suya, quién sabe si divina, poseedor de un don preciado del que no sabe si sentirse dueño, como si en realidad se le hubiera concedido a toda la comunidad como una merced por más que él, sólo él, tuviera que soportar la carga de su propio extravío. Una demencia suave y reposada, tranquila y exenta de amenazas, poco más que una extravagancia. Porque sólo a él le traía cosas la niebla que a los demás no. Pero eso lo supo más tarde. Porque no es fácil comprender que la locura puede dotarte de suficiente lucidez como para saberte cuerdo. O casi.
La primera vez que a Hilario Santyago le alcanzó la niebla con su mensaje inesperado, pensó que era la fiebre la que le sometía a su voluntad sin que él pudiera hacer otra cosa que aceptar como inevitable aquello que se presentaba ante él con un aura de normalidad carente de cualquier amenaza ni presagio de peligro alguno. Había silencio, eso sí, el silencio con que la niebla lo envuelve todo. Había salido de casa y, aunque ya amanecía, fue justo al pasar el puente de la noria cuando sintió que se sumergía en el húmedo seno de otra realidad. Con todo y con eso ningún presagio aciago le asaltó, nada aparte del silencio. Entonces le vio venir, como tantas otras veces le viera en vida, con el ramal del borrico en la mano, la vara sobre el hombro, Pascual el de la Juana.
Hombre, Hilario, cómo tú por aquí.
Ya ves. Fue todo lo que a Hilario se le ocurrió que debía decir. Recuerda, claro, que fue Pascual el que comenzó a preguntar, qué tal la Juana, qué tal los chicos, qué tal todo.
Bien, bien, todo iba bien. Que no entendía que preguntara si desde allí podía verlo todo. Que no, Hilario, que no. ¿No veía que la niebla y el silencio lo cubrían todo?
Fue también Pascual quien, al despedirse, le dejó el encargo, dile a Juana que se cuide, dile que no venda el huerto, dile que estoy bien, dile que… dile…
¿Eso le digo?
Claro.
Después cruzó el puente de la noria, en dirección a la aldea, tuvo que suponer Hilario, porque era cierto que la niebla lo cubría todo hasta engullirlo, Incluso el silencio parecía tragarse la niebla.
Todavía recuerda Hilario el gesto de estupor de Juana. Qué dices, Hilario, el Pascual va para tres años que murió, cómo podía él venir ahora con esas. Pero escuchó lo que tenía que decirle que no hubiera estado bien desairar a quien, estaba claro, comenzaba a sumirse en una sima oscura de irrealidad. Por si acaso, Juana quiso dejar su recado, si le volvía a ver que le dijera. Hilario anotó las palabras de Juana allí donde la memoria se convierte en intención. Que descuidara, Juana, él se encargaba de hacerle saber.
Su encuentro con Genaro Laborda, soltero, se produjo en circunstancias similares por más que Hilario tratara de hallar diferencias sustanciales. Aún traía Genaro su soga al cuello y a Hilario le hubiera gustado indagar en sus razones. Venía Genaro con ganas de hablar y fueron muchas las palabras que cruzaron en el camino del tollo justo antes de la revuelta que da a la cuesta del Subido. Allí el silencio se repetía como en un eco y la bruma parecía más transparente y blanca. De Genaro llevó Hilario un nuevo encargo, otro ya le dirás, para su madre.
También Herminia escuchó lo que Hilario tenía que decirle con la resignación de quien comprende el extravío ajeno. Y eso que dudó bastante al escucharle. No entendió bien que le hablara de oscuridad, de voces que nunca callan y te impiden conciliar el sueño, del color rojo de un atardecer anclado en el fuego en el que, de creerle, se consumía Genaro. Y te pide perdón, añadió. Ay, hijo mío, qué cosas tiene, qué no sería capaz de perdonar una madre. Hilario, díle que. Descuida, Herminia, en cuanto le vea. Y guardó con cuidado esas palabras en el rincón en el que aguardan los deseos.
Hilario nunca entendió demasiado el alma femenina. Por eso se sorprendió al darse de manos a boca con Ángeles Dávila. La misma niebla, parecido silencio. Aún recordaba Hilario el dolor que su muerte causó en su marido, Patricio Remés, llegada como a destiempo, en la flor de la vida, que no era lógico que sucediera algo así. Pero ocurrió, y ahora (otro ahora) Hilario se topaba con ella, hermosa y joven como entonces.
Qué hace Patricio, Hilario, qué hace.
Lo que todos, Ángeles, qué va a hacer, lo que todos.
¿Se ha vuelto a casar?
Con quién, Ángeles, con quién se iba a casar Patricio, que lo pensara, que allí no eran ya sino cuatro viejos aguardando que todo terminara.
Qué tal le ves.
Bien, bien, dentro de lo que cabe. Ya sabes.
Eso era lo que ella quería, saber, e Hilario le dijo, le fue diciendo. Hasta que se despidieron y él regresó de la niebla, del silencio, con un nuevo encargo. Esta vez para Patricio. Algo había en Hilario que denunciaba a los ojos de sus convecinos, los pocos que ya eran, que se podían contar con los dedos de las manos, el trance por el que atravesaba. No, no, Herminia, no vi a Genaro. No, no, a Pascual tampoco. Y, esta vez, todos envidiaban a Patricio que no sabía qué podía decirle a Ángeles. Algo le tendrás que decir, Patricio, le empujaba Hilario, algo. Pero Pascual no encontraba las palabras necesarias para expresar tanto dolor, tanta ausencia y tendía que ser Hilario, caso de ser necesario, quien tradujese a palabras las penas de Patricio. Ángeles, en cualquier caso, tendría que entender.
Ya casi ni recordaba Hilario a Susito, el chico de Ruperta y Jonás, el que murió al caer del árbol de sopas sobre el atoque de la acequia ancha, donde las mujeres tomaban el agua en sus cántaros y el agua entonaba su canción efímera.
Y a quién le digo, dudaba Hilario, ante el brillo acuoso de la mirada del chico. Porque Jonás también estaba en la niebla, desde hacía ya tiempo, y Ruperta decidió tomar el camino que lleva a otra vida, más allá de la aldea. Imposible hablar a quien se fue sin dejar rastro.
Y a quién le digo.
A Merceditas. Díle a Merceditas.
El amor adolescente no entiende que el tiempo pasa y que Merceditas tampoco está. No está Merceditas. Está Mercedes, claro, pero seguro que no es lo mismo. Te dobla la edad, ya ves, como poco te saca cuarenta años, más, muchos más. No entendería que un chico, ni siquiera Susito, le hablara de aquel modo sin sentir risa o lástima. Paco, su hijo, casi tiene tu edad, Susito. Claro que, a pesar de las advertencias de Hilario, el encargo de Susito era el que era y quién era él para cambiar un ápice de lo que se le confiaba. Está bien, le diré a Mercedes. Lo hizo, y notó que Mercedes sintió lástima por él, por Hilario. ¿Qué le digo? A quién. A quién va a ser, a Susito. ¿A Susito? Pues claro. ¿Le has de ver? Supongo, seguro no es, claro, a ver qué es seguro. Al final hallaba Mercedes algo que decir y él sabía encontrar un hueco en el que guardar las palabras, el tono con que fueron dichas.
Si no fuera por la niebla, por la niebla y el silencio, Hilario se volvería cuerdo. No sabe si es el silencio el que envuelve a la niebla o si es la niebla la que ampara tanto silencio. Qué más da. Lo que sabe Hilario es que antes no le pasaba esto. Ahora sí. Y que antes sus convecinos, los pocos que van siendo, no le miraban de este modo, con una condescendencia, con una indulgencia, con un cariño impensable hasta hacía poco.
Un día de aquellos Hilario regresó de la niebla sin recado alguno. El silencio se le había pegado a la piel igual que la humedad de la niebla y se sintió enfermo. De una enfermedad distinta. Los demás también lo notaron. De nada sirvió que se avisara a don Jacinto Ureña, el médico que raramente llegaba a tiempo para nada que no fuera certificar el final de quien ya no era su paciente, no podía serlo ya. Cura tampoco había y era una suerte que su presencia no fuera tan urgente. Tiempo había para las cosas del alma. Las del cuerpo, para Hilario, como para tantos otros, dejó de tener importancia.
Cumplidos todos los trámites, Hilario Santyago se internó en la niebla sin necesidad de atravesar el puente de la noria. Allí los encontró a todos. A Susito, a Ángeles, a Pascual el de la Juana, a Gerardo Laborda con su soga al cuello… y a muchos otros que ni conocía ni recordaba. Le recibieron con una mezcla de alegría y pesadumbre que Hilario no entendió.
He venido para quedarme, dijo. Claro, fue Pascual el de la Juana quien les hizo caer en la cuenta, a ver ahora quién nos trae noticias, a ver quién nos va a decir. Y se dispusieron todos a esperar a este lado del puente de la noria, rebozados de bruma y de silencio. A esperar. A Hilario le preguntan. Pero no sabría él decir quién de entre los que quedan será capaz de atravesar la niebla y hallarles. A ver quién. A ver quién cae en el delirio de pensar que están ahí. Porque además (esto se lo calla Hilario) llegará un día en el que no quedará nadie por quién preguntar, nadie a quien dar noticias, nadie capaz de guardar palabras y transportarlas hasta sus oídos. Todos estarán ya allí, en mitad de la niebla y el silencio.
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