domingo, 15 de junio de 2014

domingo, 8 de junio de 2014

Cuento ganador "Mejor Autor Palentino" - 2014 -

PREMIO PROVINCIAL
TÍTULO: “BERNARDO, EL CAGANTINERO”                                                        
AUTOR: PABLO ESPINA PUERTA

La voz potente y cavernosa del Prior resuena envolviendo todas las piedras de la Sala Capitular, cincelando, de nuevo; cada uno de sus capiteles y erizando el vello de los allí presentes. Sobre todo el del acusado.

Por la Gracia de Dios y la Iluminación del Espíritu Santo, imponemos a Bernardo, el cagantinero, después de juzgados los hechos pecaminosos que se le imputan, a cumplir la penitencia de…
Permítanme, ante todo y con el fin de una mínima comprensión,  que les cuente mis infortunios: soy Bernardo, un muchacho de la aldea de Santa Olalla, cerca del monasterio de Santa María. Mi profesión es cagantinero: recojo la cagantina de los perros y luego la vendo a la curtiduría del convento para que, aprovechándose de los taninos de las heces; curtan las pieles y las conviertan en unas estupendas vitelas.

Hasta aquí todo normal. Bueno, normal, normal; no. Porque ni yo, ni lo que me ocurre, es normal. 

Primera rareza: estoy obsesionado con las imágenes, pintadas o esculpidas me dan igual. Tanto las pinturas como los capiteles o los canecillos provocan en mí esa doble sensación de, admiración por un lado, ¿Cómo lo habrán esculpido?, ¿Estaría la imagen dentro de la piedra?...; pero también, por otro lado, de inquietud, de perturbación; ¿Qué me quieren decir?, ¿Será verdad todo lo que cuentan?...; Siento como si las imágenes me hablaran, me miraran; y eso que, a fin de cuentas, ellas han sido mi perdición.

Otra rareza: Creo que el infierno existe – porque así nos lo han predicado- y, dadas las circunstancias pecaminosas en las que me encuentro, no puedo desembarazarme de esa zozobra. Parece que siento y huelo el olor de mi carne despellejada y quemada.

Pero yo no sabía que mi acción fuera un pecado tan grave. Lo peor han sido las consecuencias terrenales: he de entregar la mitad de la cagantina que recoja al monasterio y además, ayudar a misa de acólito durante las témporas de primavera ¡Casi nada! ¡Cuándo más defecan los perros!

Y lo peor está por venir… el castigo divino. Aunque si cumplo la penitencia…

Si a todas estas “peculiaridades” unimos el oficio tan singular que tengo, el resultado no puede ser más angustioso: me perturban las imágenes porque me hablan de pecados y del infierno y yo, pobre pecador, tengo que pasarme el día persiguiendo a los perros esperando a que caguen para así poder vivir. Me paso el día devanándome los sesos y solamente he encontrado cierta explicación cuando todo esto se vuelve al revés y las heces de los perros provocan a las esculturas – que al fin y al cabo fue lo que pasó – y yo tomo la decisión, pecaminosa y equivocada, según dice el Prior, pues ¡hala Bernardo!; a las puertas del infierno.

Me van ustedes a perdonar, tocan a vísperas y tengo que ayudar en la misa para ir cumpliendo mi penitencia. Más adelante continuaré desahogándome, si es que puedo.

Aunque el desempeñar la labor de acólito requiera bastante  recogimiento, estar viendo la tonsura de Fray Pere iluminada por las velas de sebo, me invita a volar, a escaparme siguiendo el camino del incienso.
“Introibo ad altare Dei…”  - entona fray Pere.

Sí. Subiré al altar de Dios. Estoy mejor aquí, en el presbiterio, debajo del Pantocrátor y rodeado de los apóstoles para que me protejan porque si miro en dirección sur y veo esas pinturas, me entran hasta escalofríos.

Miradas de reojo parecen aun más horribles: la pintura superior con esos dos demonios lanzando almas a esa caldera con el fuego crepitando… y la inferior con esos amigos de Lucifer flagelando almas y arrojándolas a esa boca terrorífica… ¡Dios qué miedo!

¡Qué desazón! Creo que el infierno existe ¿o no?

 “…Sed libera nos a malo…” 

Más líbranos del mal… Sí, Señor, líbrame del mal. Ese mal que será como esa víbora gorda con cabeza de monstruo que está en ese capitel. O como aquellas dos serpientes mordiendo los pechos de una mujer ¡qué dolor!

Me acuerdo cuando fuimos a la aldea de Vallespinoso para ver a los parientes, me gustaría ser como ese Sansón desquijarando al león o como San Jorge luchando contra ese dragón, pero… para empezar no tengo ni espada

¡Qué desamparo! Creo que el infierno existe ¿o no?

“Gloria in excelsis Deo…” – canta solemnemente el fraile.

Sí. Gloria a Dios en las alturas. En las alturas estaba ese capitel que he visto en Santa Cecilia. Digo yo que esos soldados y ese Rey Herodes matando niños inocentes, también estarán en el infierno si existe, que creo que sí, porque si no ¿cómo no van a pagar ese pecado tan gordo por mucha cota de malla y mucha corona que tengan? Si hay infierno que sea para todos. Allí nos veremos.

¡Qué angustia! Creo que el infierno existe ¿o no?

“Hoc est enim corpus deum…”  - reza piadosamente el clérigo.

Porque este es mi cuerpo... y este el mío que seguramente será degollado, despedazado, desollado,… si no me aclaro con lo del pecado. Aunque no sé muy bien qué es pecar y cuántos pecados hay. 

Lo que no se me olvida es aquella yunta de bueyes que transportaba a los canteros a la Colegiata de San Pedro en Cervatos desde el monasterio de San Andrés; Juan de Piasca, creo que se llamaba el maestro. 

¡Madre de Dios qué canecillos y capiteles acarreaban! Esa dama con las piernas hacia arriba enseñándolo todo, o esa pareja montándose.., o esa bailarina… me gustaba mirarlos y me dijeron que era lujuria. También llevaban un capitel con el avaro portando la bolsa y dijeron que era avaricia. Además otro canecillo representaba a un hombre bebiendo con un tonel y comentaban que era ebriedad,… en fin, un serial de pecados de los cuales yo todavía no he catado ninguno, casi. 

Dominus vobiscum – canta el fraile.

El Señor esté con vosotros… mas le valdría darse una vuelta por aquí y nos ayudara a desembarazarnos de tanto lío. Espero que este pensamiento no cuente como blasfemia ¡Lo que me faltaba! 

Los capiteles y los canecillos de Juan de Piasca estaban colocados en el suelo para que los habitantes de la aldea pudiéramos admirarlos. Pero tuvo que aparecer ese maldito perro y cagar en el canecillo del hombre y la mujer haciendo eso… y yo cómo voy a despreciar esa cagantina, además tan hermosa, y cómo voy a permitir dejar esas imágenes tan mancilladas a la vez que despreciadas. Pues no pude. Ese fue mi pecado. Mejor dicho, mis pecados porque además de ladrón se me han acusado de lujurioso.

Aprovechando un descuido – aunque creo que alguien me descubrió- y,  envalentonado por el alimento de la inconsciencia, recogí el canecillo manchado con intención de limpiarlo y “aprovechar la mercancía”; pero también me apropié de ese otro de la mujer enseñando su “sonrisa vertical”. El primero lo he devuelto bien lustroso pero el otro…

Me contó uno de los canteros en su viaje de vuelta, que en la Colegiata de Cervatos les faltaba un canecillo y que lo sustituyeron a última hora por uno que representaba una mujer pisando una serpiente ¡Qué mal gusto!

Sigo al pie de la letra las indicaciones finales del Prior con la imposición de mi penitencia: arrepentimiento y recogimiento. Recojo y… miento. No creo que pase nada.

No puedo explicarles lo que siento cuando observo, a escondidas por supuesto, ese canecillo. ¡Creo que cuando nos miramos, la mujer me sonríe!

Una sensación tan placentera recorre mi cuerpo y mi alma (para eso están juntos ¿O no?);  que no puede ser nada malo. Si por esto vas al infierno…

He llegado a la conclusión de que el infierno existe porque yo aquí tengo un pedazo de cielo. Me da igual pecar. El temor es tan fácil de administrar como de disolver ¿Por qué entonces ese miedo tan profundo, mezquino, insidioso? ¡Con lo mal que se pasa!

Parece que el dar rienda suelta a mis pensamientos  ha sosegado un poco mi conciencia. Mi vida está mal asida y peor cosida y tiene demasiados vericuetos como para adelantarse a transitarlos así que, estoy deseando que concluya la eucaristía para poder acudir a mi “templo”, a mi trozo de cielo- que, lógicamente no revelaré  a nadie, ni a ustedes siquiera- y poder disfrutar de mi tesoro pecaminoso, de esos labios verticales, de esos pechos…

Ite, missa est.- concluye el celebrante.

Deo gratias. – contesta devotamente y con una sonrisa, Bernardo el cagantinero.

sábado, 7 de junio de 2014

Cuento ganador 2014 - 1º Premio - Categoría Internacional

PRIMER PREMIO
TÍTULO: “LA ESPERANZA DE LA INOCENCIA”                                          
AUTOR : VICENTE FERNÁNDEZ SAÍZ

Dicen que lo mío fue por pura inocencia. "Cosas de una pobre infeliz" repetía mi madre cuando aquellos hombres tan serios se empeñaban en preguntarme, una y otra vez, por el madrileño. Dicen que todo viene de nacimiento. Lo achacan a algo que pasó con un cordón que se me enrolló cuando nací y que si no llega a ser por la Emilia, que era la encargada de ayudar a venir al mundo a casi todos los niños del pueblo, hubiera nacido muerta. Por eso yo siempre la quise mucho; casi tanto como a mi madre. Cuando la pobre mujer murió, y que Dios la tenga en su gloria, me pasé tres días enteros llorando. Es la persona por la que más he llorado, después de mi padre, claro. Mi padre, en realidad no murió; desapareció al poco tiempo de empezar la guerra. Fue por la noche. Llamaron a la puerta y se fue de paseo. Nunca he entendido muy bien por qué se fue de paseo con lo tarde que era y lo oscuro que estaba. Pero fue así como pasó. Se lo oí decir al día siguiente a Mariano, el carnicero, que hablaba con una mujer a quien estaba despachando un poco de tocino. Se lo dijo muy bajito, como si no quisiera que le oyera nadie, pero yo me acuerdo perfectamente de aquellas palabras: "Vinieron por la noche y le dieron el paseo". Mi madre nunca me explicó nada de por qué le dejó irse y por qué ella lloraba tanto en la puerta cuando se marchó. Y yo nunca me atreví a preguntárselo porque sé que el recuerdo le ponía muy triste. Fue entonces cuando le dije que si alguna vez llamaban por la noche, que no abriera. Y ella, entonces, me dio un abrazo muy fuerte y entre sollozos me contestó que no me preocupase, que ya nunca más abriría. Pero yo, por si acaso, antes de irme a la cama me aseguraba de que había dado las dos vueltas a la llave de la puerta de la calle. Luego, antes de dormirme, siempre rezaba un padrenuestro para pedir que mi padre volviera. Pero nunca volvió. Yo creo que se debió caer por el acantilado que hay en la Peña de la Buitrera, que es un sitio donde da miedo asomarse de lo alto que está, que miras hacia abajo y se te va la cabeza. Lo digo porque a los pocos días fui con mi madre y la Felisa hasta allí y tiramos al mar unas flores que habíamos cogido por el camino. A la Felisa también le desapareció el único hijo que tenía y que era muy amigo de mi padre porque trabajaba con él en el ayuntamiento. Aunque nunca me han dicho nada, supongo que debieron salir juntos y seguramente los dos se perdieron con tanta oscuridad. 

También era de noche cuando lo del madrileño y aunque al principio pasé mucho miedo, al final fue el mejor momento de mi vida. Lo que pasa es que no se lo he contado todavía a nadie. ¡Ya verás qué contento se va a poner el madrileño cuando dentro de unos días venga y sepa que le he guardado el secreto! Porque vendrá; estoy segura de que ahora que ha acabado la guerra volverá y me sacará de esta casa tan rara donde me tienen castigada por no contarles la verdad. Llegará y me cogerá con esas manos tan fuertes y me levantará en alto. Y yo le pondré su pañuelo alrededor del cuello. Sí, el mismo pañuelo que me regaló la noche que se despidió y me dio aquel beso que me hizo temblar las piernas. 

Lo primero que haremos será volver al pueblo y se lo presentaré a mi madre, porque... ¡hace tanto que no la veo! Al principio venía todos los meses y en verano me traía cerezas de la huerta, pero ahora ya ni me acuerdo de cuándo fue su última visita. A lo mejor es que también está esperando a que termine la guerra. Eso es lo que me dice Amelia cuando me da las pastillas para el riego y le pregunto por ella. 

Como hace tanto tiempo, mi madre igual no se acuerda del madrileño. Cuando le conocí acababa de pasar lo de mi padre y ella solo salía de casa para arrojar flores al mar desde la Peña de la Buitrera o para ir a misa los domingos. Yo, por aquella época, iba con Adela, con Lucía y con Merceditas, que es algo prima mía. Fue ésta quien nos contó que había conocido a un chico que era de Madrid. Recuerdo que un día, cuando paseábamos por la calle mayor, dio con el codo a Lucía y nos dijo muy nerviosa: "¡mírale, mírale, ahí está el madrileño!" Yo me detuve y me quedé mirándole fijamente y vi cómo él se nos quedó también mirando, hasta que mi prima me tiró del brazo y me llevó de allí casi arrastras. No sé por qué se puso tan colorada y se enfadó tanto conmigo, si fue ella quien dijo que le mirásemos. 

Era muy alto y muy apuesto; era el joven más guapo que había visto en mi vida. Llevaba una camisa blanca y tenía un pañuelo anudado alrededor del cuello. Yo nunca me había enamorado de nadie, ni me había fijado en ninguno del pueblo, pero desde ese día que le vi no pude quitarme su imagen de la cabeza. Por eso, cuando un domingo por la tarde mi prima me dijo que había quedado con él para dar un paseo, me puse toda nerviosa. Sabía que yo también iría, porque su madre solo la dejaba ir con chicos si iba yo con ella, que no era de buenas señoritas salir sola de paseo con desconocidos. Así que fuimos los tres. Luego vinieron más citas y no tardé en darme cuenta de que a mí me quería mucho. Cada vez que quedábamos por los alrededores del Campo Viejo, que es el lugar por donde suelen salir las parejas del pueblo, siempre me decía cosas bonitas. Me llamaba preciosa y una vez grabó un corazón con dos nombres en el árbol de los enamorados. Era un árbol donde iban muchas parejas y allí se agarraban de la mano y se hacían novios. Me dijo que eran las letras de mi nombre y el suyo. También me prometió que cuando llegaran las fiestas del pueblo iba a sacarme a bailar. Mi prima estaba allí con nosotros y sonreía cuando me lo dijo. Yo creo que ella también estaba por el madrileño, pero estoy segura de que yo le gustaba más. Y si no ¿por qué era a mí a quien le daba una perra gorda para que le fuese a comprar garrapiñadas a la caramelera de la plaza? Sabía que, aunque estaba en la otra punta del pueblo, no me importaba traérselas. Cuando regresaba me seguía llamando preciosa y al repartirlas siempre me daba la mayor parte.

Un día que mi prima no estaba les conté todo esto a Lucía y a Adela. Al principio las dos se rieron mucho. Yo pensaba que se habían puesto muy contentas, pero cuando Adela me dijo que cómo se iba a enamorar alguien de una retrasada, me dio mucho coraje y me puse a llorar. Entonces Lucía se enfadó con ella y me dijo que no le hiciera caso, que lo que pasaba es que me tenía envidia porque a ella no le había salido ningún novio y se iba a quedar para vestir santos.

A mí me daba mucha rabia que me llamaran retrasada. Yo ya sé que mis padres no me mandaron a la escuela y que no sabía ni leer ni escribir, pero tengo muy buena memoria. Me sé de cabeza la fecha de los cumpleaños de todos los familiares y conocidos, el número de la matrícula de los dos coches de línea que hay en el pueblo y hasta una poesía muy larga que me enseñó la Emilia, esa que me salvó la vida cuando nací. Pero a partir de la despedida del madrileño me da igual que me lo llamen. Desde entonces dejo que me lo digan y hasta que se lo crean, porque así no me harán más preguntas sobre lo que pasó aquella noche. No quiero que se enteren de que lo sé todo y me acuerdo como si fuese hoy mismo.

Me acuerdo de que aquel día algunos sacaron banderas a los balcones y gritaban: "¡Han liberado la capital! ¡Han liberado la capital!" También me acuerdo de que por la tarde llegaron al pueblo un grupo de forasteros y mi madre no me dejó salir de casa. Cerró la puerta, dio dos vueltas a la llave y echó las contraventanas. Había mucho jolgorio por las calles y se oían explosiones, como cuando se tiran cohetes en las fiestas. Pensé que habían organizado alguna romería por lo de la capital y yo tenía que ver al madrileño, porque a lo mejor me estaba buscando para bailar ese baile que me prometió. Así que, por la noche, aunque me daba mucho miedo por lo de mi padre, a escondidas, me escapé de casa. Estaba todo muy oscuro pero el griterío me llevó hasta el ayuntamiento. Aquello no parecía una fiesta. Había mucha gente formando un círculo con palos en la mano y algunos tenían pistolas y fusiles. Y todos gritaban y gritaban. Bueno, todos no. Había unos pocos que estaban en el centro con la cabeza muy gacha, sin decir nada y los de fuera les empujaban y les llamaban cosas que no entendía. Me asusté mucho y eché a correr. Corrí tanto que parecía que el corazón se me iba a salir. Corrí tanto que, sin darme cuenta, acabé a la salida del pueblo, en el Campo Viejo. Allí, recostada contra el tronco que tenía escrito las letras de mi nombre y el del madrileño, me quedé dormida.

Me despertaron unas voces. Un grupo de personas se acercaban pero antes de llegar a mi altura, una de ellas ordenó que se parasen. Hicieron dos filas. En la que estaba al lado de la tapia se pusieron tres hombres y en la otra había unos cuantos más. De repente, el que parecía mandar se colocó frente a los tres de la pared y sacó una pistola. Los que estaban junto a él hicieron lo mismo. Dispararon muchas veces, pero solo vi caer al primero. Antes del segundo disparo me tapé la cara y después, aunque quería estar callada, no pude. Chillé y chillé, y al momento dos de aquellos hombres me arrastraron a empujones hasta donde estaban los demás, mientras uno de ellos decía: "¡ésta lo ha visto todo!, ¡lo ha visto todo!" En ese instante pensé que me iban a matar y lo único que me vino a la cabeza fue lo triste y sola que se iba a quedar mi madre. Sin embargo ocurrió algo que yo no podía esperar. Alguien se acercó hasta mí. Me costó un poco reconocerle porque iba vestido como si fuese un soldado, pero era él, el madrileño. Llevaba un gorro con dos picos, un chaquetón con botones brillantes y el pañuelo anudado al cuello. Como vio que estaba temblando me cogió las manos e intentó tranquilizarme llamándome preciosa. Entonces dejé de tener miedo porque sabía que nada malo me podía pasar si él estaba allí. Después me dijo que aquéllos que estaban en el suelo eran los que obligaron a mi padre a dar el paseo. También me dijo que se tenía que ir con los suyos y que dentro de uno o dos días vendrían al pueblo muchos hombres vestidos de soldados, pero que no eran sus amigos. Por eso, si me preguntaban por él, yo no debía decirles nada de lo que había visto. A cambio, él me prometió que volvería cuando todo acabara y que le esperase, porque teníamos un baile pendiente. Antes de marcharse se quitó el pañuelo, me lo puso en el cuello y me dio un beso en la frente. Fue entonces cuando me vinieron los temblores en las piernas.

Cuando llegué a casa estaba amaneciendo y mi madre se enfadó mucho conmigo. No le conté dónde había estado. Y tampoco se lo conté a aquellos hombres uniformados que a los dos días vinieron a preguntarme si sabía algo del madrileño. Por lo visto, no les debió gustar nada que pasase las tardes del domingo con él. A quien no pudieron preguntar fue a mi prima, Merceditas. Se había marchado del pueblo con los amigos del madrileño. Eso es lo que tendría que haber hecho yo: irme con el madrileño. Pero, como me dijo que le esperase... ¿Cómo iba a saber él que me iban a meter en este sitio tan grande, lleno de mujeres raras y que casi no me hablan? Menos mal que Amelia, la que me da las pastillas y me cuida, me quiere mucho y me cuenta cosas. Hoy me ha dicho que va a haber un desfile porque coronan al rey. Yo voy a verlo con ella en la televisión. Como es en Madrid, lo mismo desfila el madrileño con su traje de soldado. Luego tengo que ir a planchar el pañuelo. Digo yo que si hay un nuevo rey es porque habrá terminado la guerra. Y a lo mejor el madrileño se presenta aquí mañana.

domingo, 1 de junio de 2014

El Cántabro Vicente Férnandez gana el Concurso Internacional de Cuentos de Guardo


El 31 de Mayo de 2014, el jurado, compuesto por los miembros del Grupo Literario Guardense: Gonzalo Ortega Aragón, José Luis Tejerina, José Luis Chacel Tuya, Fefa González, Julia Estrada, Carlos Cardillo, Elena Fernández, Mariano Blanco y Jaime G. Reyero, en la reunión que mantuvieron en Guardo para la lectura de los cuentos finalistas, eligió como ganador del prestigioso certamen en la edición de este año la obra presentada por el cántabro Vicente Fernández (Colindres):

"LA ESPERANZA DE LA INOCENCIA"

Por otro lado, el cuento de Pablo Espinas Puertas - Baltanás (Palencia), que participaba en el segundo premio reservado a autores palentinos:

"BERNARDINO EL CAGANTINERO"

Se alzó con el galardón como mejor cuento de autor palentino. En los próximos días se podrá descargar electrónicamente dichos cuentos en esta misma página.

Enhorabuena a los ganadores.

Foto: Rubén Abad (Diario Palentino).