domingo, 17 de junio de 2018

Premio autores palentinos 2018. Viento del Norte, Elsa Ruíz Bolivar


PREMIO AUTORES PALENTINOS
TÍTULO: “ Viento del Norte”                                                     
AUTORA:  Elsa Ruíz Bolívar

Hoy ha tocado ser niñas otra vez. Nos debe estar esperando el autobús fuera para llevarnos al cole. María no ha hecho los deberes. Y eso le tiene nerviosa. Me ha pegado cuatro gritos. Dice que no me doy la suficiente prisa en prepararme y que vamos a llegar tarde. Que si no entiendo que nos van a castigar de cara a la pared. Por vagas y por impuntuales. Me ha agarrado el brazo para evitar que le dé las pastillas que se tiene que tomar con el desayuno. Me ha mirado fijamente y me lo ha vuelto a repetir -¿No te das cuenta de que vamos a perder el autobús?
Dos sillas a la derecha Manolo sigue hablando solo. Esta vez sobre aquel negocio de tierras que salió tan mal. Le deben todavía 3.400 pesetas por 25 hectáreas mal vendidas. No alcanzo a verle bien, pero por el olor diría que se ha hecho pis encima.
Catalina me vuelve a tocar en el hombro. Con una sonrisa inmensa me llama guapa y me pide más sobaos para untar en la leche. Creo que ya se ha tomado tres y tiene el azúcar por las nubes. Le digo que si se sienta y espera cinco minutos le acerco otro. Quizás para entonces ya se le haya olvidado.
Así ha empezado el domingo. O el lunes o el jueves, si les preguntamos a cualquiera de ellos. Aunque no es su culpa, en la Residencia Los Ángeles del Espino todos los días parecen casi el mismo. Menos hoy. Es 26 de julio y celebramos San Joaquín y Santa Ana. El día de los abuelos. Va a venir una coral de Liébana a cantar y si hay suerte, hoy vendrán a verles hasta los nietos.
Hemos decorado el patio con banderitas que recuerdan a las fiestas de los pueblos. Todas las mesas tienen un jarrón con flores frescas y desde la cocina ya llega el olor a rosquillas recién hechas.
María observa el trajín con atención. No atino a descifrar su expresión ¡Quién sabe! Igual se está acordando de aquellas fiestas que organizaba en su casa de verano. Me han dicho que provenía de una familia acaudalada, que la casaron bien. Su marido había sido el jefazo de una de las grandes empresas siderúrgicas del País Vasco. Tuvieron cuatro hijos. Aunque por aquí solo ha pasado uno. Debe parecerse al padre. Cuando él viene los domingos María abre mucho los ojos. Recupera ese brillo especial que intuyo ha tenido toda la vida. Deja cualquier conversación inútil con el aire y anuncia a los presentes que acaba de llegar Don Juan Carlos Pérez Cortés, su marido. Siempre intenta levantarse de la silla de ruedas y al no poder, agarra su mano con fuerza y le mira con orgullo.
El hijo de María debe estar al caer. Es de los puntuales. Las hijas de Catalina, sin embargo, siempre van con prisas. Tienen niños pequeños y hacen malabares para venir a verla. Son capaces de hacerle las cejas y pintarle las uñas mientras le dan la merienda. Le cuentan cómo van los nietos en el cole y hasta si se ha casado la hija de la vecina. Aunque saben, que de las manicuras y depilaciones, sólo les queda a ellas la satisfacción de seguir cuidando a su madre. A veces les pillo oliéndole la piel, reteniendo así esos recuerdos que ya no pueden compartir con ella.
Manolo, sin embargo, no tiene muchas visitas. Es soltero de toda la vida. Algunas veces le he oído decir que nunca ha conocido una mujer buena -Menos nosotras ¿eh Manolo?- le decimos las auxiliares de broma. Él sigue a la suyo. Echándole miradas de vez en cuando a Catalina. Porque resulta que en esta residencia de ancianos puede ocurrir de todo. Hasta que un hombre de 80 años se enamore. Disimula, pero siempre intenta sentarse a su lado en cada comida. Cuando hacemos manualidades se las regala con la excusa de no saber qué hacer con ellas. Sí, a Manolo le gusta Catalina. Quién sabe, igual algún día es correspondido. Una de las cosas que tiene el haber perdido los recuerdos es que con ellos se ha ido la vergüenza. Y así, poco a poco, todo el personal de este centro estamos disfrutando de una conquista a la antigua. Con miradas, roces de manos y regalos de papel de estraza.
El alboroto de voces me hace darme prisa en colocar las últimas sillas del auditorio improvisado. Las conversaciones coherentes se cuelan entre los ensayos de la coral que ya está preparada. Han llegado los familiares. Veo a los nietos de Catalina corriendo por la sala. Abrazan a la abuela mientras ella les mira perdida. Las hijas saludan a Manolo que anda buscando su espacio entre tanta gente. Y María sonríe tontamente cuando su hijo le coloca al cuello el pañuelo nuevo que le ha traído.
Los ancianos más independientes ya han ocupado las primeras filas. Algunos miran el reloj nerviosos. Quieren que empiece la música. A las 13:30 es la comida. Y no les gusta esperar. Poco a poco conseguimos sacarles a todos. María refunfuña. Dice que hace frío. Que a quién se le ocurre salir a la calle en pleno invierno. Temo que comience a dar gritos de un momento a otro. Justo a tiempo la coral comienza a cantar.
Se hace el silencio. Ese silencio personal que está ocupado en escuchar, en interiorizar lo que no sale de uno mismo. Cierro los ojos. Casi puedo imaginar que estoy en cualquier otro lugar, en la plaza de algún pueblo. Suena "Viento del norte" una canción montañesa que le gustaba entonar a mi abuelo. Me la cantaba siempre. Cuando salíamos a pasear. Cuando me enseñaba a sacar zanahorias de la huerta. Cuando cocinaba sopas a fuego lento. Cuando estaba a punto de marchar y ya sólo le quedaban fuerzas para eso, para cantar.
Él nunca perdió los recuerdos pero sí la salud antes de tiempo. Se fue con su viento, el del norte y nos dejó ese vacío que sólo pueden dejar los abuelos. Lleno de amor y anécdotas de vida.
Abro los ojos. Me giro buscando a María. No sé si estará aguantando. Tiene lágrimas en los ojos. Me la imagino recordando su primer baile en sociedad. Lleva un vestido blanco perla. Hasta la rodilla. La melena suelta, con bucles. Se ha fijado en el chico de la pajarita. El que es alto, aunque un poco desgarbado ¿Me sacará a bailar? Se pregunta inquieta. Su madre le ha explicado que ella es la que tiene que esperar tímidamente cualquier invitación. Pero tiene 16 años y más valor que prudencia. Se acerca a él decidida -Hola, me llamo María y me encantaría bailar contigo ¿te apetece?- Sorprendido pero halagado él la mira y después asiente -Por supuesto. Yo me llamo Juan Carlos. De la familia de los Pérez. Encantado- Y el resto, el resto es la historia de su vida.
La coral sigue cantando. Aprovecho para mirar de soslayo a Manolo y Catalina. Se han sentado juntos y miran a los cantantes emocionados. Él aprieta con fuerza los puños. Puede que piense en cómo le dejaron plantado. En aquella mujer por la que casi regaló sus tierras para conseguir una sortija decente con la que pedirle matrimonio. Desapareció. La joya y ella. Llevándose de paso su inocencia. Dejándole sumido en la pena. Catalina, sin embargo, casi no parpadea. Su mente viaja por la soledad. Por la que le dejó un matrimonio sin amor, sin caricias, sin papel de estraza.
Los aplausos me traen de nuevo a la realidad. Todo el auditorio está entusiasmado. Se oyen bravos y peticiones de "otra". Nadie quiere moverse de los asientos. Y eso que es la una y media. La euforia dura un rato. Hasta que empiezan a verse los besos y abrazos de despedida. Entonces quedan sólo las banderas, los jarrones y las bandejas con trozos de rosquillas.
En el patio se han quedado Manolo y Catalina. Están dados de la mano y se sonríen con ternura. La misma con la que María dice adiós a su hijo desde la puerta -a tu padre le hubiera gustado mucho- atisbo a oírle decir con cordura.
Es domingo. O lunes o jueves. Otro día más. Uno cualquiera. Pero mejor que ayer.

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