domingo, 19 de junio de 2016

Vacío de Emoción, Almudena Bustamante. Cuento ganador en la modalida Provincial



“VACÍO DE EMOCIÓN”
Almudena Bustamante


“¡Quiero hablarle de mi esposa! ¡Tiene que escucharme, por favor!”, gritaba el hombre, mientras la enfermera de recepción intentaba inútilmente tranquilizarlo, sujetándolo por el brazo, él zafándose de ella.
El doctor asintió con un movimiento de cabeza, la ayudante comprendió y el hombre penetró en el gabinete. Era éste un recinto pequeño y agradable, adornado con colores neutros y cuadros anodinos que creaban un ambiente acogedor sin distraer la atención del paciente.
-Usted dirá…
-Soy el marido de María, una paciente suya.
El doctor frunció levemente el entrecejo, como si tratase de recordar. Pero no le hizo falta: el hombre que tenía delante sustituyó eficazmente a su memoria, sobrecargada de datos:
-Mi esposa ha estado viniendo a terapia durante un año. Tiene usted que acordarse, una mujer que lloraba con demasiada facilidad…
-Como su esposa conozco muchas, por desgracia…
-Pero que quisieran deshacerse de su emotividad excesiva, creo que no…María: menuda, morena, con grandes ojos negros y  sensible hasta no poder más…
-Me parece que ya sé de quien me está hablando…Pero no sé que pretende de mí, sabe que no puedo revelar información concerniente a las personas que acuden solicitando…
El hombre, apesadumbrado, no le dejó terminar.
-No quiero información, no deseo acceder a datos que usted no puede facilitarme y que ya conozco, le acabo de decir que es mi esposa. Si estoy aquí es para pedirle que la convenza, por favor.
El terapeuta se subió con el dedo índice las gafas que resbalaban por su nariz un poco chata, al tiempo que se rebullía ligeramente en el mismo sillón desde el que escuchaba cada día las mismas historias de vida, de amor, de odio y de muerte.
-¿De qué debo convencerla? ¿De qué me está hablando?
-Quiero que vuelva a terapia. Deseo que revierta usted los efectos del tratamiento. ¡Quiero recuperarla!
El doctor seguía sin comprender. Lo único que tenía claro era que  el hombre que tenía delante estaba desesperado. La paciente mencionada, María, había concluido el tratamiento exitosamente ¿A qué se debía entonces tanta  angustia? Más por curiosidad profesional que por cualquier otro motivo, decidió escucharle. Se reclinó un poco en el asiento, cruzó las piernas, volvió a colocarse el puente de las gafas sobre la nariz y se dirigió hacia aquel desconocido que había llegado a la consulta con tan inusual petición. Nunca, en treinta años que llevaba ejerciendo como psiquiatra, había recibido semejante demanda. Cierto que había de todo: pacientes satisfechos que en Navidad  le recordaban lo muy agradecidos que estaban, enviándole felicitaciones que él colocaba sobre el escritorio con orgullo.  De un paciente en particular recibía de cuando en cuando paquetes postales sellados en rincones diversos del mundo, que siempre contenían  objetos alusivos a puentes emblemáticos: una taza con la inconfundible estampa del Golden Gate, un plato de porcelana adornado con el Tower Bridge, una acuarela enmarcada del Ponte dei Suspiri…Puentes que ahora eran   objetos de devoción de un hombre que lograra, gracias a él, quitarse la incómoda y peligrosa manía de intentar arrojarse desde ellos. También existían los fracasos, clientes insatisfechos que abandonaron la terapia con el pretexto de la falta de resultados, incluso demandas, como la interpuesta por la familia de un suicida, pidiendo  la devolución del dinero que el difunto invirtió en tan infructuosa terapia. La gente cree que la psiquiatría es una ciencia exacta e infalible. Pero nada más lejos de la verdad. Y para demostrarlo, allí estaba el marido de una paciente cuya terapia había sido un éxito absoluto, pidiéndole  que revirtiese los estupendos resultados obtenidos. “Vaya profesión la mía”
-Usted dirá, le escucho…
Y el marido desesperado comenzó a relatar su agonía, un poco  más calmado al comprender que contaba con toda la atención del terapeuta:
-Quiero que me devuelva a mi mujer. Sí, como lo oye: Aquí –Y movió la cabeza en todas las direcciones para abarcar el pequeño despacho en toda su extensión- ha quedado ella, y quiero que regrese.
El terapeuta abre los ojos, interrogante. Aún no comprende. Su interlocutor continúa:
 -Cuando mi esposa acudió solicitando su ayuda, era una persona cariñosa, daba amor y se hacía querer. Su único problema era el exceso de emotividad. Imagino que estos detalles los conocerá tan bien como yo, pero le refresco la memoria: mi esposa lloraba por todo. Si decidíamos ir al cine, debíamos seleccionar con especial cuidado la película, porque si era muy emotiva, ella no paraba de llorar. Resultaba muy molesto, desde luego, tanto para quienes estaban a su lado como para mí, pero sobre todo para ella, que salía del cine con los ojos tremendamente congestionados. Por no mencionar el estado de ánimo que se apoderaba de ella, que de tanto llorar acababa con los ánimos por el suelo.  Pero lo del cine era lo de menos, que al fin y al cabo acudíamos tres veces al año. En el día a día lo pasaba fatal con las noticias de la televisión; que para qué le voy a recordar a usted como anda el mundo de penalidades…Para agudizar aún más el problema, acuérdese,  esta respuesta lacrimógena no la desencadenaban únicamente los estímulos negativos, pues le sucedía lo mismo cuando se emocionaba positivamente: acudíamos a ver la función navideña al colegio de los niños, y en cuanto veía a Pablito (nuestro hijo) en el escenario, ya estaba llorando a moco tendido. Pero es que previamente ya había llorado lo suyo ante la estampa -siempre tierna y evocadora- del belén que los niños habían montado. Era un belén de pacotilla, cuya alarmante desproporción entre el tamaño de las figuras (el niño Jesús era el doble de grande que san José, que a su vez era de mayor tamaño que el molino de viento) más bien causaba risa. Pero a mi esposa le emocionaba, ya ve, y le hacía llorar. Lloraba cuando la selección nacional ganaba un partido, lloraba cuando veía una boda (sólo le digo que se agarraba un berrinche de padre y muy señor mío ante los escaparates de las tiendas de fotografía, repletos de tortolitos recién casados). Por llorar, lloraba hasta cuando estrenaba ropa, sobrepasada de emoción cuando se miraba al espejo y se veía tan guapa.Lo de mi esposa era de pena, se lo aseguro. Llegó un punto en el que las cosas se complicaron hasta extremos que usted ya conoce. Ella estaba terriblemente acomplejada, que también lo sabe usted. Y no es de extrañar. Lo de controlar las emociones es tan importante y necesario como el mismo control de esfínteres. El pudor emocional nos preserva  de la  exposición de nuestra persona, como la vestimenta lo hace con nuestro cuerpo. Lo saludable es  ir en pelotas porque así lo hemos decidido, pero María no podía elegir, su desnudez emocional era una imposición.   Ella aborrecía que aflorasen aquellos sentimientos excedidos e inoportunos. La ponían en evidencia. Y por ello se planteó la posibilidad de solicitar ayuda  profesional. La apoyé, desde luego. Comprendí perfectamente que necesitaba encontrar una solución a su problema.
Desde el principio me extrañaron un poco los métodos. ¿Cómo lo llamaba ella? Inoculación de estrés, eso es. Como una vacuna, me explicaba. Pasaba horas delante del televisor, contemplando los videos  que usted le había recomendado, llora que te llora.  Cada día lloraba menos, desde luego.
Pero lo de aquella tarde me dejó apabullado, no estaba preparado para lo que vi. María llevaba ya varios meses de tratamiento y la mejoría era evidente. Yo acababa de regresar del trabajo. Entré a saludarla. Ella estaba delante del televisor,   atenta al video de la terapia. Me acerqué a darle un beso y es cuando lo vi. Le aseguro que si me pinchan, no sale una gota de sangre: ¡María estaba absorta ante el visionado de  una espantosa filmación real, que mostraba con escabrosa nitidez la cotidianeidad de un campo de concentración nazi! Allí, expuesto ante el objetivo de la cámara, el sufrimiento de miles de seres, un sufrimiento inimaginable del que sólo se atisbaba una mínima parte, la que la impresión fotográfica mostraba en el celuloide: cuerpos famélicos hacinados en un trágico montón de cadáveres despojados de ropa y de dignidad; seres espantosamente denigrados, rastrojos humanos, sin más vida que una marioneta, deambulando por una escena de pesadilla… Y ella inmutable, contemplado la filmación. Sin un atisbo de lágrima, sin un destello de compasión, ni de horror. Emoción cero.
Y entonces supuse que estaba “curada”. Lo de curada lo digo por decir algo, pues ver a María  impasible ante la contemplación de tanto horror, me hizo dudar. La duda se volvió pronto certeza. Me bastaron unos meses para comprender definitivamente que a usted, doctor, se le había ido la mano. Lo supe cuando constaté día a día que mi esposa había pasado al extremo opuesto.  De llorar por todo, acosada por una sensiblería a la que se le había deformado el muelle de la contención, pasó a una falta de sensibilidad que ponía los pelos de punta. No se inmutaba ante nadie ni ante nada. Tal era su ausencia de sensibilidad, que los sentimientos fueron muriendo, como las flores de un jardín a falta de riego. Y los sentimientos, doctor, son los medios que utiliza el amor para manifestarse. Estoy seguro de que ella no ha dejado de quererme, lo que sucede es que ahora no puede hacerlo. Tampoco puede querer a nuestros hijos. El método que usted empleó con ella actuó como una fumigadora, exterminando todo tipo de emoción, como esas redes que arrasan el fondo submarino, llevándose por delante a todas  las especies que les salen al  paso, sin discriminar. 
De la lagrimilla permanente ha pasado, doctor, a la ausencia total de emociones.  Por eso las busca desesperadamente, cuanto más fuertes, mejor, pues  se ha dado cuenta de que no siente. Busca situaciones extremas, con la esperanza de que las respuestas también extremas que en ellas puedan darse, le hagan sentir de nuevo: hace unos meses le dio por el puenting, sin resultado, y se pasó al paracaidismo, que me temo yo que como sigamos así, cualquier día salta a pelo… El anterior fin  de semana lo pasó en las dependencias policiales, la detuvieron por conducir en sentido contrario por la A6. También le da por frecuentar los peores tugurios a altas horas de la madrugada, vestida tan sólo con un abrigo, del cual se desprende para mostrar sus encantos al primer facineroso que se le pone por delante, y salir corriendo a continuación; se encarama a la barandilla del balcón (vivimos en el piso doce), cruza las calles con los semáforos en rojo, se sube al metro cuando las puertas han comenzado a cerrarse, y se dedica a insultar a los Latin King del barrio…Ya no sé que hacer, doctor.
Creo que ella desearía volver a ser ella. Tampoco se lo puedo asegurar, porque como ni siente ni padece, le da lo mismo arre que so…
¡Yo sólo quiero que vuelva a llorar, por dios! ¡Que mi esposa llore y sienta de  nuevo…!

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