PRIMER PREMIO
TÍTULO: “Nómadas”
AUTOR: Francisco de Paz Tante
He vuelto a Olán para hacer una película con las historias, las luces y los sonidos que he mantenido, indelebles, en la memoria de mi infancia. Para hacer cine con las vidas de Edelina Adánez y de Ovidio Aldama. Y con la mía también, con mi vida, en aquel mundo rural donde escuchaba las voces y los silbos de los nómadas que ofrecían por las calles sus mercancías y servicios.
Antes de empezar a rodar, repaso las localizaciones, los paisajes, las escenas que he visto en mi imaginación y en mi memoria mientras releía el cuaderno que me dejó Edelina Adánez y el guion de la película, escrito con vestigios de emociones tan viejas como mi vida misma, de recuerdos, de sueños tan reiterados que ya no sé dónde ubicarlos, si en el mundo de la realidad o en el onírico de las fantasías:
Edelina Adánez corre el visillo de la ventana para asomarse a la calle, y lo primero que percibe es el brillo que impregna las hojas muertas después de la lluvia. Es un reverbero de oro viejo y de tristeza. Luego ve a Ovidio Aldama, con su bicicleta, en la que lleva la rueda de afilar y una bolsa negra con las herramientas para los trabajos que pregona con énfasis y voz brumosa: ¡afilador, lañador, paragüero!
Cuando Ovidio Aldama pasa junto a la ventana desde la que Edelina Adánez lo mira, ella se estremece ante aquellos ojos que se clavan en los suyos durante unos instantes. Es una mirada azul, de cielo profundo, o de océano, escribe después Edelina en su cuaderno, donde narra las vidas de la gente nómada. Allí tiene anotados todos los nombres y procedencias de los vendedores y artesanos ambulantes que pasan por Olán durante aquel tiempo ya crepuscular del mundo rural. Es ella la que ha ido preguntando. Sabe que algunos le han dicho la verdad; y otros han mentido, temerosos de mostrar su verdadera identidad, de acabar en registros oficiales donde podrían comprobar los azarosos avatares de sus vidas, que algunos prefieren ocultar, borrar en el polvo de los caminos andados. Pero a Edelina eso le da igual; ella sólo quiere un nombre y un lugar de procedencia, aunque sean imaginados, para contar su historia en el cuaderno de rayas.
La tarde en que siente la mirada penetrante de Ovidio Aldama, Edelina Adánez escribe que, cuando corre el visillo y deja de ver la calle, persiste la turbación que le han provocado aquellos ojos impregnados con una luz de mar.
Luego escucha, de nuevo, el rumor de la lluvia, y piensa en Ovidio, mojado, a la intemperie de la calle, mientras pisa las hojas muertas, que, al escampar, con la luz ya declinada del atardecer recobran los reverberos de oro viejo y de tristeza.
Al día siguiente, cuando escucha el chiflo y la voz de Ovidio anunciando sus trabajos de artesano nómada, Edelina siente otra vez una turbación, una emoción oscura entreverada de miedo y deseo, que le brota desde los hondones del pecho. Al asomarse a la ventana, antes que la luz atardecida, Edelina Adánez ve la mirada de Ovidio Aldama, ya arrimada al cristal, clavada en la suya, en el temblor de sus labios, en su rubor.
Mientras paseo por las calles de Olán, revisando los paisajes, las localizaciones en las que vamos a rodar, doy saltos en el tiempo, como las elipsis en el guion de la película, cuyo título, al final, después de cambios, dudas, será el de los personajes, reales e imaginados, que rescato de las nieblas del tiempo y del olvido: Nómadas.
Amalio se asoma a la puerta de su casa, blanca, enjalbegada. Luego el niño camina hasta el campo de cebada que crece al otro lado de la calle. Arranca un tallo, con el que traza en la frente la señal de la cruz y hace un silbato, que suena como el canto del tordo. Al oír el silbo, Edelina Adánez, su madre, sale a la puerta, y en sus ojos relucen destellos de humedad y nostalgia. Después se suceden las imágenes que le ha reavivado en su memoria el silbato de Amalio. Y Edelina ve a Ovidio Aldama, con su instrumento sonoro y su voz brumosa, que anuncian afilados y arreglos de vasijas y paraguas. También Edelina recobra las imágenes de Aurelio, capador de cerdos con su flauta de cañas que emite sonidos agudos, cortantes, como de cuchilla; del colchonero Eduviges, que varea la lana para dejarla mullida; de Orencio, vendedor de garbanzos torrados a los que llama tostones; de Custodio, con un blusón negro, su mula y sus sacos de quesos manchegos muy blancos; la imagen, ya amarilla, de Práxedes en el tiempo de las matanzas, anunciando el pimentón de La Vera; de Mauricio y su mujer Micaela, gitanos nómadas que cantan flamenco y pregonan sus arreglos de sillas con espadaña y esparto.
Y Edelina Adánez, desde la puerta de su casa, con las imágenes que le ha encendido en su memoria el silbato de Amalio, también evoca a los artistas callejeros con trompetas y cabras equilibristas; el circo que se instala durante los veranos junto al arroyo con jaulas en las que unos leones viejos, esqueléticos, emiten unos rugidos tristes, más de hambre que de ferocidad. Y en la pared blanca de la plaza, Plácido Gualda y Grisela Doncel, que llegan cada verano a Olán con su cine ambulante, proyectan la película titulada ¡Qué verde era mi valle!, de John Ford, mientras a Amalio, con los ojos encendidos de asombro, se le queda inoculada en la memoria, aún tierna, una incipiente admiración por el cine, que luego será su pasión y su profesión.
En las imágenes siguientes Amalio Adánez camina hacia el arroyo. Allí hace un barco de juncos que él imagina navegando hasta el río, e incluso al océano.
Desde la orilla del cauce crecido, donde flotan las hojas muertas del otoño, Amalio observa a los gitanos nómadas Mauricio y Micaela. Tienen una niña mayor y otro recién nacido, a quien Micaela amamanta. Micaela clava a Amalio una mirada intensa, por la que asoma su alma de madre triste, su frío de la vida, su fiera ternura con el niño que tiene en brazos. Y Amalio ya siempre recordará aquellos ojos, y aquel pecho tan blanco, atravesado de líneas azules, encendido por la melaza de un hermoso atardecer.
Regreso en el tiempo, a las imágenes que Edelina Adánez describe en su cuaderno sobre las geografías humanas de aquellos años, tantas veces releídas para escribir el guion de Nómadas.
Edelina Adánez busca en un trastero un paraguas viejo de su abuela. Es grande, negro, con una punta metálica fina y acerada. Está bien conservado, sólo tiene una varilla rota.
Cuando escucha la voz de Ovidio Aldama, que la estremece y la atrae, sale a la calle, antes de que él se arrime a la ventana para mostrarle, otra vez, sus ojos azules con brillos de océano. Él la mira, sorprendido. Y ella siente, de nuevo, ese rebrinco de emoción y turbación en el que palpitan el miedo y el deseo.
─¿Tiene arreglo? ─le pregunta Edelina a Ovidio, mientras abre el paraguas, bajo el que se arriman los dos para observar el entramado que sustenta y estira la tela negra. Durante unos segundos, bajo el paraguas se oscurece la luz atardecida.
─Sólo tardo unos minutos en echar una laña de estaño a la varilla rota ─dice Ovidio, que empieza a trabajar; primero en silencio; luego emitiendo unos susurros que Edelina escucha como un rumor más de la brisa otoñal─: Llevo cinco días viéndote a través de la ventana, clavando mis ojos en los tuyos; y quiero seguir mirándote sin cristal por medio, y sentirte más arrimada, y respirarte. Es mi último día, y será mi última noche en Olán. Estoy acampado junto al puente del arroyo.
Y Edelina Adánez se queda callada, estremecida, penetrada por la intensidad del azul que emiten los ojos de Ovidio Aldama.
Camino por Olán, observando las localizaciones, el campo de cebada donde Amalio arranca un tallo para hacer un silbato, el arroyo en que se va a rodar la escena de Micaela amamantando a su hijo con su pecho tan blanco impregnado con la luz atardecida, la ventana a la que se asoma Edelina Adánez para sentir la mirada de Ovidio Aldama.
Y evoco la vida de Edelina, siempre sola desde que murieron sus padres. Introvertida y tímida, no pudo o no supo encontrar pareja en su juventud. Y desde que nació Amalio, ya madre soltera, se aisló en su casa y en su mundo; en su cuaderno de rayas, donde siguió escribiendo una geografía emocional de la gente nómada. Siempre que llegaba algún arriero o vendedor ambulante a Olán, si era ya conocido, lo saludaba; y, si no, se interesaba por su nombre y lugar de procedencia. Y a todos les preguntaba si habían visto por los caminos y los pueblos que recorrían a Ovidio Aldama. Pero las respuestas siempre eran las mismas: algunos no lo conocían, y otros decían que llevaban mucho tiempo sin verlo por las geografías del nomadismo.
Con mis recuerdos, y con el cuaderno de Edelina, he escrito el guion de la película. También rodaré imágenes en las que sólo está mi imaginación, mi intuición, las fantasías que me han ido brotando al evocar la vida de Edelina Adánez, mi madre.
Edelina camina bajo la noche crecida por la calle que acaba en el arroyo. No hay estrellas en un cielo que presagia lluvia. Ovidio Aldama parece esperarla, y la abraza cuando se arrima a él, y entonces Edelina siente que ese abrazo le disipa el frío de la vida que ella ha ido acumulando durante sus soledades y tristezas. Luego percibe la dulzura húmeda de un beso, profundo, adentrado en su boca, su saliva, su aliento excitado. Cuando empieza a llover, se apagan las brasas del carbón que Ovidio mantiene encendidas en su lata de lañador. Luego un primer plano muestra la imagen íntima de Edelina y Ovidio abrazados, desnudos, mojados de lluvia y deseo.
Mañana saldré en las noticias. Dirán que el director Amalio Adánez empieza a rodar su nueva película. Y hablarán de mis éxitos anteriores, y algún periódico o revista contará mi vida, y escribirán sobre mi origen humilde, hijo de una madre soltera, escritora frustrada, empeñada en que yo estudiara cinematografía, porque era lo que me gustaba, mi pasión desde que vi las primeras películas proyectadas en una pared blanca de la plaza de Olán por unos nómadas que recorrían los pueblos con su cine ambulante.
Dirán también que es mi primera película rodada en Olán, el pueblo donde nací y viví hasta los albores de mi juventud. Y anunciarán su título: Nómadas.
Son diez semanas de rodaje. Y cuando termine la película, tal vez reciba una llamada de alguien que conoce, ya viejo, al nómada que iba a Olán a arreglar paraguas. A lo mejor él mismo ve la película en alguna aldea junto al mar y me llama. Esa es mi ilusión. Y mi esperanza. Quizás el motivo por el que voy a llevar al cine las vidas de Edelina Adánez y Ovidio Aldama, mis padres.
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