Sólo una de las veintisiete chimeneas que crestean el
pueblo escupe humo. A bocanadas, como si se tratara de burlonas carcajadas
lanzadas al astro rey justo cuando, en los albores de la mañana, tras la línea
casi plana que la loma dibuja bajo un cielo completamente raso, asoma ya su
resplandeciente aureola.
Esas insolentes garrochas humeantes son el único
indicio que denota vida en una casa prominente, de hermoso patio delantero y
amplia huerta en la trasera, que, sin duda, debió de ser de gente bien en otra
época, pero que ahora, tras el devenir implacable del tiempo, por su
desconchada fachada, por el derrumbe de una de las esquinas de su tejado, por
sus viejas y astilladas contraventanas y por sus, al menos media docena de
cristales rotos, parece no más que un cuerpo inerte al que las larvas devoran
sin prisa pero sin pausa. Dentro, en una cocina desvencijada, completamente
revuelta, está toda la vida que le quedan a esas cuatro paredes que no hace
tanto fueron hogar.
El fuego dibuja bailarinas y juguetonas sombras sobre
las paredes, envuelve esa cocina en una cálida luz anaranjada y silva una suave
y relajante sinfonía al compás del crepitar de la leña. Un fuerte chasquido
escapa fugaz del fogaril en el preciso instante en el que los troncos de roble
que coronan la pira de leña comienzan a ser engullidos sin piedad. El repentino
sonido rompe el tranquilo sueño de Solo, que alza su cuello, eleva sus
puntiagudas orejas hasta el infinito y clava su felina mirada en el naranja
eléctrico de la lumbre en busca del causante de tan inoportuna afrenta.
- Tranquiiiiilo…-, le susurra el
viejo al tiempo que comienza a atusar su encrespado pelo, delicada e
incansablemente, hasta que vuelve a recostarse sobre su regazo, a cerrar los
ojos y a recuperar el plácido compás en su ronroneo. – No van a venir.
¿Verdad, Juliana?, ¿verdad que a nuestra casa no van a venir?-, dice
elevando tímidamente la voz, girando la cabeza sobre su hombro derecho y
clavando su mirada (ya perdida en un horizonte infinito), en la vieja puerta de
madera cerrada con el tranco de nogal que sus manos tallaron hace más de cuatro
décadas, cuando los surcos que hoy las invaden ni siquiera habían iniciado su
conquista. Hace ademán de agudizar el oído y, como si intuyera los pasos
agitados de Juliana al otro lado, vuelve a hundir su voz en un susurro: - Sosiega,
mujer, no te alborotes. Si te encalma, lleva a los chiquillos al pajar,
que se guarden como hemos hablado, que se estén quietecitos y no hagan ni el
más mínimo ruido. Déjaselo bien dicho al Toñín, que ése está hecho un
perillán…¡Pero no tengas miedo, mujer!, que a mí no me van a llevar. Yo nunca
he andado en líos, ni he atizado fuegos por ahí. Nunca he dicho una palabra más
alta que otra, ni a Don Eloy, el médico, ni a Don Francisco, el maestro, mucho
menos a Don Saturnino, que bueno…, si a acaso, me recriminó levemente una vez,
al cruzar junto a la tapia del huerto de atrás, por encontrarme faenando en
jornada dominical y no haber acudido a misa de San Ignacio (en todo caso, no
debía de tomar eso como afrenta, vamos, digo yo). ¿Para qué van a querer llevar
a un don nadie? No soy más que un humilde campesino...-
Y vuelve a girar su rostro hacia la lumbre, dejando
hundirse sus ojos poco a poco en sus hipnotizadores tonos anaranjados, rojos y
violetas. Y deja caer un par de palmaditas sobre el lomo del gato para hallar
de nuevo su propia tranquilidad.
El animal ha sido su única compañía durante los siete
últimos años. Le bautizaron con el nombre de Solo porque fue el único
superviviente de una camada de cinco que fue perdiendo a sus miembros, uno a
uno, en un goteo imposible de frenar, desde que un sábado cualquiera su
alumbradora tuviera la nefasta necesidad de cruzar el camino alto en busca de
algún ratón que llevarse a la boca, en el preciso momento en el que la
furgoneta de Tomás, el panadero, el único vehículo a motor que por entonces
circulaba por el pueblo, llegaba para el reparto diario. Un golpe seco la
reventó por dentro y la lanzó a la cuneta en apenas un segundo, y el hilo de
sangre que surgió de su oreja derecha comenzó a estrangular a sus vástagos
cuando apenas habían aún despegado los ojos, ni salido de la oscuridad del
pajar de Antonio y Juliana, por entonces ya desnudo de hierba, pero en el que,
junto a varios trastos asociados a la matanza ya en desuso, permanecían
pulcramente ordenados rastrillos, horcas, azada, hacha, cuerdas y otros útiles
de laboreo agrícola y pastoril, vestigios de la esforzada economía del hogar.
Insuflar vida a aquel minino, el único completamente
negro de la camada que apenas sí se la escurría entre los dedos cuando quedó
huérfano, al tiempo que perdía la propia, fue lo último que hizo Juliana.
Fue precisamente por aquel entonces, cuando ella
empezó a tener fuertes retortijones en el bajo vientre, a sentirse cada vez más
débil, a devolver cuanto atravesaba su gaznate, a perder peso de forma
precipitada hasta quedar en una figura enjuta envuelta en una piel agrisada. Y
para cuando Manuel y Toñín la convencieron para llevarla a la ciudad a que la
viera un médico más entendido que en catarros, dolores livianos y curas básicas
que Don Eloy, ya era demasiado tarde, ya el mal había comenzado a devorar sus
entrañas y no había nada que hacer ante un desenlace cruel que se antojaba
cercano.
Como quien no teme encontrarse de frente al lobo en
mitad de la noche, ante el inesperado diagnóstico Juliana se tragó las
lágrimas, se levantó de aquella moderna silla de pvc azul cielo que tanto
distaba del taburete de madera al que estaba acostumbrada, agradeció al doctor
su amable atención y cerró la puerta dejando tras ella el miedo, el pánico, el
pavor que siempre imaginó le tendría a la muerte. Apenas cruzó la puerta de
salida, se aferró a las manos de cada uno de sus hijos y con voz firme les
ordenó que vivieran sus vidas, que miraran adelante y la dejaran a ella
permanecer en su casa junto a Antonio. No quería más, les dijo mirándolos a los
ojos, con pleno convencimiento, con voz clara, sin titubeos, que poder morir en
paz entre aquellas cuatro paredes en las que siempre había encontrado refugio
para su alma y calor para su corazón, incluso en la peor batalla personal que
tuvo que enfrentar cuando su esposo fue llevado y el ulular de las balas rompió
el silencio de la noche.
-¡Rediela!, ¡Eres más terca que una mula, Juliana! Si
don Eloy dice que tiene que verte un especialista, pues habrá que ir, ¿no? A
ver si vamos a saber ahora nosotros más que el que ha estudiado Medicina.
Mañana se coge el coche de línea y punto-, apostilla el bueno de
Antonio golpeando con la palma de la mano sobre la mesa con la escasa fuerza
que aún atesoran sus lánguidos brazos y clavando la mirada sobre ese ancho en
el que la mujer con la que compartió 53 años de su vida, acostumbraba a
sentarse en el taburete de fresno que él talló, ligeramente ladeada hacia la
luz que brindaba un ventanal hoy cegado por las contraventanas, a tejer, a
remendar, a descucar o a leer el Promotor, dependiendo del momento que el
calendario marcase. – Que digo yo, que después de lo que hemos pasado… Que
tú siempre has dicho que tienes el cupo de dolor y sufrimiento cubierto en esta
vida, que con ver fusilar a tu padre, enterrar sola a una hija de siete años y
sufrir la ausencia del marido por no más que la sinrazón humana con un vástago
recién echado a andar y otro colgado de la teta, ya has cumplido de sobra la
penitencia a los cristianos en este valle de lágrimas… Así que, no temas,
mujer, que seguro que el médico de allá da con una buena solución y te avía las
tripas.
No había tal solución y, tras cumplir la última pero
indiscutible orden de su madre, no más de un año después, Manuel y Toñín
regresaron a la casa en la que la muerte la había hallado completamente en paz,
esta vez para sostener a su padre, tan abatido por fuera como destrozado por
dentro, y llevarle, prácticamente en volandas, a darle el último adiós al pilar
de su vida en lo más alto del empinado campo santo, bajo una cruz que Antonio
podía ver desde la ventana de su habitación y a la que le dedicaría, inexorable
desde aquel día, la primera mirada en su despertar.
Así fue desde entonces, día tras días, sin más mudanza
en aquel gesto que la de ir acompañado alguna de aquellas mañanas por
incontenibles lágrimas, hasta que el bueno de Antonio se olvidó,
irremediablemente, de que, en vísperas de la irrupción de agosto en el
calendario, no se atiza la lumbre.
No es menester hacerlo, salvo que uno ya no sepa si
tiene frío o calor. Y en este nuevo 31 de julio, festividad de San Ignacio de
Loyola, hace ya tiempo que Antonio no tiene percepción de calendarios ni de
temperatura, como tampoco sabe si debe abrir las contraventanas a la luz del
día, si ha abierto la puerta al gato para que salga a hacer sus necesidades y a
cumplir sus pequeñas fechorías de gato, si ha tomado su habitual tazón de leche
con pan con miel antes de acostarse o si la Paulina y la Paquita han golpeado
la aldaba como hacen a diario desde que sus hijos pidieran a las hermanas si
tenían a bien tocar de vez en cuando a la puerta de su padre para comprobar que
se encuentra bien.
- ¡Mecagüen todos los Santos! Juliana, apresúrate,
diles a los chiquillos que ¡mutis!, que ya están aquí, que ¡han venido!-
susurra agitado lo que queda de Antonio mientras intenta zafarse de Solo y asirse
a los reposabrazos de su silla de mimbre para levantarse. - No me van a
llevar, no me van a llevar, esos desgraciados no me van a llevar…-, gimotea
mientras el sonido de la aldaba sobre la puerta golpea su alma con idéntico
estruendo al que, aquella noche del treinta y siete, provocaron los fusiles
sobre los cuerpos de un puñado de vecinos, vecinos y amigos, primo uno de
ellos, que corrieron peor suerte que él y fueron paseados en la madrugada más
amarga de un pueblo que ahora cuenta ya sus moradores con los dedos de una
mano, después de que muchos lo hayan abandonado para acabar consumiéndose en
residencias o en la soledad de pisos más cómodos, los más para engrosar la
colección de nombres esculpidos en las lápidas del cementerio.
Arrastrando sus pies cansados, sin el peso de los
recuerdos en su memoria, pero con la carga, infinitamente mayor, del dolor en
su corazón, atenazado por la angustia, pero sabedor, por alguna extraña laguna
que aún se mantiene viva en su mente, de que no queda otro remedio, consigue
llegar a la puerta. El viejo Antonio descorre con torpeza el pestillo y se
encuentra de frente a unos hijos a los que ya no reconoce. Sin la entereza de
aquella otra ocasión ni mirada que lo sostenga como entonces, preso esta vez
del más absoluto pánico, arranca a llorar como un niño pequeño.
- ¡Padre! ¡Sosiegue! ¡Cálmese!, por
favor. No se preocupe, hemos venido para llevarle…
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