Pecados capitales
Autora: Natalia Calle Faulín
El olor a hierba recién cortada impregnaba la tarde, y el sutil y volátil aroma que los tallos desprendían en su agonía final animaba el vuelo de la pareja de cigüeñas anidada en el campanario en busca de algún topillo retozante despreocupado, de alguna culebra -en la mejor de las suertes-, a la que un dalle hubiera asestado golpe fatal. El sol apaciguaba por fin el descomunal fuego con el que había azotado al día, pero, aletargada la brisa, su ocaso anunciaba otra noche sofocante; no más que una leve tregua hasta que en la nueva mañana el astro volviera a reinar en lo más alto del cielo y descargara implacable su justicia de pleno verano. El joven, cual mitológico Caronte, enfilaba brioso el descenso por la vereda que zigzagueaba junto al arroyo de aguas frescas y cristalinas en el que acababa de empapar su nuca en busca de refrigerio tras una jornada maratoniana. Rastrillo al hombro, torso descubierto y gotas de sudor resbalando alegres, pícaras, desde su brillante mata de pelo negro hacia las sienes, alcanzando sus patillas, tomando su cuello…, recorriendo cada centímetro de su portentoso y escultural cuerpo, bebiendo de cada poro de su piel, hasta la extenuación final.
Levantó el brazo en señal de saludo a Jacinto, que apuraba los últimos rayos para acabar de voltear alfalfa en la era de la Raposilla y que, aferrándose al soplo que propiciaba aquel encuentro puntual, descansó la herramienta para responder con gesto idéntico antes de lanzarle su característica muletilla “¡Con Dios!”. (Como si intuyera que Dios estaba llamado a mediar aquella noche). El curtido campesino se lo quedó mirando, acompañando sus pasos hasta que desapareció por completo de su campo de visión, absolutamente ensimismado. Más aún, envilecido: por su juventud; por su tersos pectorales; por sus moldeados abdominales y respingones glúteos, cual esculpidos por un artista a golpe de cincel o por el propio Pierre Subleyras a trazos sublimes; por los negros y abundantes mechones que coronaban aquel rostro jodidamente bello hasta para un paisano que ni siquiera en sus tiempos mozos había oído hablar de pómulos, hoyuelo, ojos rasgados, mirada profunda, sonrisa cautivadora, labios carnosos o pelazo deslumbrante, hasta que aquel joven ocupó la casa de los buenos de Antonino y Amparo y su sola presencia se coló en todas y cada una de las cocinas del pueblo, en los corrillos a la salida de la misa, en el vermú en la cantina antes de comer, en la partida de cartas los domingos por la tarde…
Raúl Rialto Ruilobas, (¡hasta su nombre sonaba a música!), intuía -más bien sabía con total certeza-, de aquella admiración entre visillos y, aunque incluso desconocía la palabra egolatría, sí se sentía seguro de sí mismo y manejaba y jugaba aquellas buenas cartas que la naturaleza y los genes le habían conferido con sutil maestría. Lo hacía desde el mismo momento de su llegada, desde que, empujado por un anhelo de campo -probablemente de herencia congénita y que había efervescido de manera tan inesperada como imparable tras un puñado de experiencias laborales en la construcción y en la industria fabril-, se instaló en la casona abandonada desde hacía más de una década de sus abuelos, dispuesto a devolver a la vida las tierras familiares y a entregarse a ellas.
Pero lo que no sabía aquel pesado atardecer de julio mientras encaminaba sus pasos hacia el número 7 de la Calle El Calero es que, ya en la espesura de la noche, en aquella casa le encontraría la muerte.
En el letargo del sol, la dama de negro, con su guadaña al hombro, su cadavérica mirada y su alma desnuda iniciaba su camino firme, altiva, impasible hacia la casa de los Rialto, dispuesta a congelar aquella sofocante noche de verano. Y no lo hacía sola...
Bien pudiera ser que urdiera su visita con el propio Jacinto, a quien corrompía la ira desde que su mujer le contara semanas atrás que su Lucía, la niña de sus ojos, bebía los vientos por el nieto de Antonino. Y eso, que aún no sabía el noble paisano, que la menor de su prole, a la que pese a sus 17 años aún seguía viendo como su “pequeña e inocente palomita”, ya se había entregado al chaval en la era de Los Lobos un par de domingos -los dos últimos, concretamente-, después, precisamente, de haberse mostrado extrañamente inapetente a la par que nerviosa en la cena, y haber aludido a la necesidad de salir a dar un paseo con la Susi para tomar el fresco antes de acostare, -casta excusa sobre la que Jacinto y señora no levantaron sospecha y ante la que, por supuesto, no pusieron reparo alguno-.
A lo mejor la muerte caminaba de la mano de Manuel, quien, una tarde entresemana, hacía poco más de diez días, descubrió en su viejo almacén a su sobrina -la tal Susana, por cierto-, jugueteando entre sacos de harina con Raúl; los dos medio coritos, embadurnada de harina ella, sudoroso él, salpicado de motas blancas su cabello negro azabache; completamente entregados a caricias, arrumacos, lametones y embestidas que el panadero del pueblo observó ensimismado agazapado tras una tolva, más sudoroso aún que la joven pareja, ardiendo en deseos de replicar aquellas escenas con su Rosario, pero sabedor de que ella jamás accedería a unos juegos que desde aquel día no pudo borrar de su lujuriosa mente.
Quizá la dama de negro marchaba aquella noche al lado de la cándida Bárbara, que devoraba magdalenas, pastas, bizcochos y todo tipo de dulces de alta concentración calórica que cayera en sus manos, a la misma velocidad que libros. Su recatada inocencia había saltado por los aires el mismo día en el que vio por primera vez al nieto de la señora Amparo. Él intentaba esquivar sus puritanos coqueteos con encantadora sutileza, de tal modo que, en cada uno de sus encuentros, la lanzaba piropos entre lo burlón y lo pícaro sin malicia, aunque sabedor a conciencia de que aquellas palabras envueltas en una seductora sonrisa valían para mantener a la bibliotecaria de redondos y sonrosados mofletes cual pajarillo comiendo de la palma de su mano. Cada uno de aquellos encontronazos, -siempre propiciados por ella, pues no era el chaval de mucha lectura-, empujaba un poco más a Bárbara hacia el abismo de la locura y despertaban en su fuero interno un creciente instinto de posesión que sólo podía aplacar comiendo, devorando durante horas, hasta que la gula dejaba paso a un voraz sentimiento de culpa que la llevaba a encerrarse en sí misma, a huir de todo y de todos, hasta que regresaba el anhelo de planificar un nuevo encuentro con Raúl.
Podría ser que la sombra que aquella noche acompañaba a la de la mismísima muerte fuera la de Segismundo. Vecino del número 5 de la calle El Calero desde que su madre lo alumbrara en medio de una fuerte hemorragia que, si bien no acabó de llevarla al otro mundo de forma precipitada, sí la dejó una fuerte debilidad de por vida, Segismundo siempre tuvo un vínculo enfermizo con el hogar paterno y con el que Antonino y Amparo remodelaron sin privaciones unos pasos más arriba siendo él bien chico, hasta el punto de que consideraba las dos construcciones de la calle alta como un todo y a sus vecinos, de cuyo trato cordial y afecto gustaba de presumir, como una misma familia. Pero desde que la defunción de Amparo dejara la casa vacía, le había sobrevenido una todavía mayor admiración y deseo de posesión por la hacienda vecina. Incluso se había atrevido a ofrecerse depositario de una llave por si se daba algún imprevisto casero, y también para realizar, sin que le supusiera molestia alguna según se había encargado de recalcar, el mantenimiento del formidable patio y huerto trasero de la casona. Tan feliz de hacerlo estaba, que incluso había descuidado un tanto el suyo -a decir verdad, tan amplio y tan agradecido como el colindante-, en detrimento del de Antonio y Amparo, al que un poso adormecido de avaricia le había llevado a codiciar como propio. Pero la llegada de Raúl había alterado sustancialmente su cotidianeidad y ahora se veía relegado de nuevo a mirar aquel patio y a aquel huerto de los Rialto desde la distancia, sabiéndolos ajenos y en manos de un “botarate, de un zascandil, de alguien que no sabía, ni de lejos, apreciarlos ni cuidarlos como él”.
A decir verdad, a nadie le hubiera extrañado tampoco que la mala muerte se encaminara hacia la casa de los Rialto en buena armonía, con Jesús Gómez Matas. Joven, bien parecido, arrogante e “el hijo del alcalde”, como él mismo apostillaba siempre alto y claro. Vanidoso y ególatra hasta la médula, gustaba situarse frente al espejo, día sí día también, y vanagloriarse de que las mozas del pueblo y alrededores bebieran los vientos por él y de que su persona representara el paradigma del éxito que cualquier hombre deseara: buena posición social, atractivo físico, unos estudios que iban avanzando -aunque fuera a golpe de talonario por ser vos quien sois-, y capaz de captar la atención del mismísimo Dios con apenas un chasquido de dedos. Pero desde la llegada de Raúl su seguridad se tambaleaba a ojos de todos y cada vez que sus pasos se cruzaban con los del nieto de Antonino sentía un retortijón que hasta le impedía respirar. Porque Rialto le había usurpado el inigualable placer de sentirse el ser más admirado de la tierra, y aquella era para él una puñalada por la espalda que traspasaba todo su ser hasta llegar a lo más hondo de su soberbia.
A lo mejor era que la dama de negro avanzaba delante de Arturo, quien ni siquiera sería capaz de llegar a tiempo a una cita así. Hijo del tío Teo, despreciaba con profusión a Raúl años ha y, desde que acertaba a recordar, sólo sentía antipatía por aquel chaval que era “tan trabajador”, que “le ponía tantas ganas a todo”, que “lo hacía todo tan bien”… “¡Que era el espejo en el que debía mirarse para dejar de ser tan holgazán!”, tal y como le repetía machaconamente su padre casi a diario. Desde que su primo, el gran Raúl, volviera al pueblo, la animadversión de Arturo hacia él no había hecho sino crecer, sin duda alimentada por las palabras de admiración que su padre regalaba al sobrino recuperado y los desprecios que le prodigaba a él por “pasarse el día tirado en el sofá”, por “no mover un dedo más allá de lo estrictamente necesario”, por “ser un cero a la izquierda”, por “ser un perezoso redomado a quien se la traía al pairo no tener oficio ni beneficio pese a haber superado los treinta”.
Pudiera ser que la muerte bailara aquella noche al paso de cualquiera de ellos, de quienes, sin duda, en algún momento habían interiorizado razones para acabar con Raúl Rialto Ruilobas. Amaban y odiaban, admiraban y despreciaban a la par, a aquel joven que, con su sola irrupción, había alterado sus vidas, los había convertido en los pecadores que nunca habían creído ser, había despertado en ellos un instinto que jamás creyeron tener. Y allí estaban, en la espesura de aquella cargada noche de julio, como posibles acompañantes de la impía. Sin embargo, la Parca Morta había dejado a aquellos cinco hombres y a la inocente bibliotecaria en la tranquilidad de sus sueños y se apoyaba en los brazos de otro compañero de baile.
Con la complicidad de la oscuridad, el asesino de Raúl Rialto Ruilobas siseó cual astuto zorro entre esquinas hasta encontrar la tapia del huerto trasero del número 7 de la Calle El Calero, sorteó el muro, forzó con escrupuloso sigilo la puerta de la cuadra, que, como buen conocedor de aquella vivienda, sabía comunicaba con el cuarto que hacía las veces de despensa, y, como si todos los santos se hubieran aliado en su trama, emboscó al portentoso joven en el sofá, a pecho descubierto y profundamente dormido entre tiros de una película del oeste que la televisión encendida escupía vaticinadores.
Apenas diez minutos después, despojado ya de la compañía de la muerte, el profanador del quinto mandamiento deshacía el camino andado. Portaba, en la mano derecha, la estola del delito; en la izquierda, un hatillo hecho con delicadeza con el purificador de hilo blanco impoluto que años atrás habían regalado los buenos de Antonino y Amparo a la Parroquia del Santo Cristo del Perdón; dentro, frondosos mechones de pelo negro azabache hurtados de la brillante y vigorosa mata de Raúl a envidiosos trasquilones.
En la pesadez de aquella sofocante noche de julio en la que la práctica totalidad de las ventanas de las diseminadas casas permanecían abiertas, nadie oyó nada; nadie escuchó pasos furtivos o ladridos perturbadores al asomar al quicio de la puerta o al acodarse en la repisa de la ventana a la caza de algún reconfortante soplo de aire. Nadie apreció más sombras que la de la difusa figura, con su cabeza monda resplandeciente bajo la luz de las velas al otro lado de la cristalera principal de la casa parroquial, de Don Francisco, que, a decir de sus parroquianos, era un gran santo y que, con la mano sobre la Biblia, juró haber pasado aquella pesada noche en la que se produjo el desgraciado asesinato de Raúl -de aquel “admirado joven con toda la vida por delante y al que todos profesaban gran cariño”, como diría durante el sepelio-, rezando. El calor de aquella noche, como si del mismísimo infierno se tratara, dijo Don Francisco, no le había permitido conciliar el sueño, y ya, se sabe, “cuando la mente no descansa, el alma reposo no halla”. Así que él, no había encontrado mejor menester que el de entregarse a la oración: “por todos los pecadores, por las almas de esos hombres y mujeres que siempre, imperturbablemente, por más que oigan la palabra de Dios, no la escuchan, y se dejan poseer por la ira; permiten que la lujuria penetre en sus mentes y nuble su sentido; caen en las fauces de la gula; nunca se conforman y codician los bienes materiales del prójimo; siempre creen estar por encima de los demás; holgazanean menospreciando en cada inhalación el gran regalo de la vida, y, lo que es peor, envidian a su vecino. ¡Y no sea por su bondad, su espíritu de lucha y capacidad de esfuerzo, o por irradiar a su paso la luz que, cual don, les confirió nuestro Señor!, sino por algo tan banal como su brillante mata de pelo negro”.
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