martes, 17 de junio de 2025

Cuanto ganador del 54 Concurso Internacional de Cuentos de Guardo - "El silencio, o las canciones de amor", José Quesada Moreno

 

El silencio, o las canciones de amor

Autor: José Quesada Moreno


Son las cuatro de la tarde de un día de agosto del año ochenta y seis. En un pueblo, digamos que del sur. Aunque pudiera ser en otro lugar con mediodías tórridos y silenciosos. La chicharra impone su terca sinfonía en el sigilo de la siesta. Los niños chapotean en la alberca, en silencio, aunque a veces ahogan un grito de júbilo y sus risas se confunden con el cascabeleo del agua que el surtidor vierte en la pila. Álvaro es el pequeño, ocho años. Es el que más se parece a su padre. Su pelo ensortijado y esa mirada… Su misma mirada. La niña se llama Ana, once años. Se parece a su madre. Es muy reservada y a todos les cuesta saber qué está pensando cuando abisma la mirada en un punto fijo. Es capaz de pasar horas sin decir palabra, aunque ahora ríe mientras su hermano le salpica la cara. Una risa breve, discreta, que podría pasar por un gemido de dolor si no fuera porque dentro de la alberca Ana se siente como una sirena al resguardo de las perversidades del mundo. Es fantasiosa, como su madre, y su felicidad, como la de su madre, no es expansiva, sino que nace y muere con ella. Gabriel, el hijo que falta, hubiera cumplido catorce este verano. A Aurora, su hijo Gabriel le recuerda a su propio padre, porque reía sin motivo y, a diferencia de Ana, su alegría era efusiva, ancha y contagiosa.

Juegan en silencio para que su algarabía de críos no atraviese la penumbra de la casa y se cuele en la habitación conyugal, donde Amador echa su siesta. Todos saben que a esa hora no se debe perturbar el sueño del padre de familia, que no hay que invocar al mal humor y a su voz de trueno.

Aurora, que acaba de poner los platos a escurrir, se acerca hasta el armario del comedor y saca el libro que oculta bajo los manteles plegados de su ajuar de novia. Arrastra el mecedor hasta la lámpara de pie y enciende la bombilla. Un haz de luz se derrama sobre el cojín de flores y espigas que acolcha el tapizado de mimbre del asiento, un breve torrente que atenúa la penumbra del comedor. Se acerca a la pared, toma del suelo el enchufe del ventilador y antes de conectarlo se detiene a oír el silencio de la casa. Atenuados, suenan la chicharra, el leve chapoteo de los niños y el resuello de una respiración profunda que viene por el pasillo, tras la puerta del dormitorio principal.

Aurora diría, por el ritmo de su respiración, que Amador duerme profundamente. Enciende el ventilador. Giran sus aspas descascarilladas, cortan el aire y un zumbido minúsculo y regular se funde con el silencio. Se hacen uno. Unívoco. Y Aurora se sienta, y abre el libro por la página que, a modo de separador, señala la foto de comunión de su primogénito. Su Gabriel, serio y marcial, con su traje de almirante niño mirándola desde ese lugar sombrío de las almas en pena. Se besa dos dedos y los pone sobre la estampa. Es lo que hace siempre antes de comenzar la lectura: besar con los dedos el rostro lejano y sonriente de su Gabriel. Luego se mira las manos. Otra liturgia más antes de sumergirse en la lectura, en otros mundos y en la piel de otras personas. Se las mira con detenimiento. Se las huele. Nunca se desprende de ellas el tufo de la cebolla y el tizne anaranjado del azafrán. Huelen a cocina y a colada, a sábana limpia, a lejía y al alcohol con el que trata las heridas de los niños. A veces Aurora huele a clínica y otras a refrito. A aceite de oliva. A huerto.

Hace mucho que Aurora comprobó que en las manos está la huella del tiempo. Las suyas son unas manos cuarteadas por el ácido del jabón Lagarto con el que ha frotado los cuellos de las camisas de Amador, sus calcetines y su ropa interior, esa que huele a perfume de burdel y a orín de borracho. Dicen mucho las manos de Aurora, y otras cosas que calla porque sus manos son la enmudecida historia de una renuncia. Alguna vez recuerda Aurora ese tiempo vencido en que ambicionaba ser maestra. Antes de Amador. Sus inquietudes culturales, sus poemas de Bécquer en su carpeta azul de estudiante, camuflados entre patrones de costura y manuales de urbanidad donde le enseñaban a ser una mujer de su casa, con sus obligaciones conyugales y sus resignaciones. Durante un tiempo siguió escribiendo versos. A escondidas de Amador, que se reía de ella por sus ínfulas de poeta. Luego, Aurora, sujeta a la trabazón de la vida, fue criando hijos, esquelas mortuorias, letras al portador y un dolor que le dobló el alma. Y ya sólo lee novelas de amor.

Desde la cocina, muy cerca del lugar del comedor donde Aurora lee, suena muy bajito la radio. A media voz canta un bolero que habla de turbias lejanías, de amores olvidados o imposibles, del tiempo que lentamente se suicida en la esfera radial de los relojes. Para Aurora, que le gusta soñar que vive la vida de otros, la melancolía es un alivio, es un dulce dolor, por eso prende la radio y oye esa emisora que transmite canciones melancólicas y trágicas.

El viejo carillón que heredaron de los abuelos marca a cada hora el denso discurrir de un mes de agosto lento y pesado. Y lo hace sin hacer ruido. Amador ha manipulado el mecanismo para que no suenen las campanadas, de modo que las horas se anuncian con un chasquido breve y un silencio que le recuerda a Aurora que podría vivir en ese paréntesis sigiloso durante buena parte de su vida. Durante toda su vida, quizás, mientras Amador duerme una siesta infinita al final del pasillo.

La novela que tiene entre manos le habla de cierto amor prohibido y trasatlántico. De una pasión remota en los tiempos del cólera. Qué poderoso el amor que a contracorriente se abre paso, a pesar de convencionalismos sociales, ese amor atemporal que se descubre puro, desvestido de falsedades, con la pasión intacta a pesar de que las manos de los amantes son un mapa de tiempo, una senda de callos, y pliegues, y turbulencias. Y poco a poco, mientras Florentino Ariza y Fermina Daza van cimentando su amor crepuscular, amodorrada por el zumbido del ventilador, Aurora se va hundiendo lentamente en las neblinas del sueño. Hasta que cae el libro abierto en su regazo y su cuello se vence contra el hombro. Y duerme.

Si la miras dormir en su mecedor de mimbre, bajo la luz cenital de la lámpara de pie, te parecerá feliz mientras las frágiles telarañas del sueño traman, quizás, una vida inspirada en esa novela que abierta sigue narrando en silencio el triunfo del amor contra el tiempo. Se diría, mirándola dormir plácidamente, que Aurora tiene la fantasía de ser Fermina Daza por un rato, que disfruta de un amor crepuscular y trasatlántico, de un amor noble, y triste, y heroico. De un amor tórrido, con deseos que se propagan como la luz y el fuego.

El carillón de los abuelos emite un chasquido. Silenciosamente grita las seis de la tarde en su esfera sucia de tiempo y de derrotas. Amador se remueve en la cama. Cruje el somier bajo sus cien quilos, emite un resuello, un suspiro largo y sostenido que anuncia que regresa del sueño. Aún dará un par de vueltas en la cama antes de levantarse o llamar a Aurora para sacarla de sus rutinas. O de su propio sueño.

Suena un bolero en la cocina, a media voz, un dulce bolero que habla de lejanías, de barcos imposibles embarrancados en la niebla del olvido. Los niños se secan, cobijados del sol bajo la parra, por cuyas hojas se filtra la luz vencida de la tarde. Una abeja viene a beber del agua salpicada en el pretil. La chicharra espacia su canto repetido y el hombre grita. Amador pronuncia el nombre de Aurora como pronuncia el trueno la voz de la tormenta. Y Aurora despierta y se incorpora al mundo con asombro.

Qué habrá soñado, de qué luminosos paisajes vuelve. Cierra un momento los ojos para tomar conciencia de este lado del aire y a mí me parece un pájaro lastimado en las manos de un niño, una mariposa de otoño mojada por la niebla. Un gamo herido.

Y cierra el libro que en su regazo duerme. Y arrastra los pies hasta el dormitorio conyugal.

Y cierra el sueño.